Publicamos el texto del discurso realizado por Alondra Carrillo Vidal, militante feminista e integrante de la Coordinadora Feminista 8M, en la Conferencia Onze de Setembre, Diada Nacional de Catalunya, el martes 9 de septiembre de 2020. Se puede encontrar la transmisión del discurso en https://youtu.be/qGL-cTQ7eJw,
Excelentísima Alcaldesa, autoridades, compañeras, compañeros, compañeres:
Han transcurrido cincuenta años desde el triunfo electoral de la Unidad Popular. De algún modo, eso sirve hoy de excusa para esta conferencia, que me convoca a referirme a este aniversario desde la actualidad del movimiento feminista en Chile, el cual ha ido mostrando a cada paso su potencia creciente. Comparto con ustedes estas reflexiones a la espera de que, en este vértice histórico en que vuelven a encenderse las lumbres de rebeldía, algo de la hoguera que hemos encendido se encuentre una vez más con la esperanza vuestra.
Por supuesto, dar cuenta de estos cincuenta años como punto de partida para plantear la pertinencia de esta reflexión no se trata simplemente de una excusa. Como siempre que nos convocamos a hablar desde una cierta distancia temporal que nos separa de lo referido, se pone en juego mucho más que la pura lejanía respecto de lo que fue. Estos cincuenta años nos interrogan necesariamente respecto de la actualidad de la Unidad Popular, de los ecos que lo acontecido logra proyectar para hacer audibles en el presente.
Quizá para la mayoría de quienes escuchan esto hoy aquí, la Unidad Popular les traiga a la mente la curiosa experiencia de un país allá por el fin del mundo, para entonces poco más que una provincia entre océano y montaña de la que alguna vez España clamó ser dueño. Experiencia en que parte importante de un pueblo se propuso, como una cuestión de novedad destacable, llegar al socialismo por la vía democrática, llevando adelante el sueño de lo que Patricio Guzmán (quien documentó este momento de utopía en los tres tomos de “La Batalla de Chile”) llamó “la lucha de un pueblo sin armas”.
Fueron décadas las que configuraron a la Unidad Popular como una posibilidad. Décadas en las que se fue cocinando a fuego lento, al calor de cada conflicto donde se disputaba la dignidad, la determinación de “llevar las riendas de todos nuestros asuntos”. Décadas de un largo ciclo histórico que encontró su momento cúlmine en esa experiencia y que vio en la derrota el modo de su cierre. La Unidad Popular que es siempre, al mismo tiempo, muchas cosas, es así también la referencia al momento en que un país minero al sur de América fue gobernado por una coalición de partidos de fuertes bases populares, obreras y campesinas, que se proponían la revolución como respuesta de raíz ante los dolores de la vida. La Unidad Popular es siempre, también, el nombre de una aventura vital que conmovió y movilizó a millones de personas y en ese sentido es siempre también la referencia a un proyecto que no pudo ser completamente aniquilado. “Si solamente somos la posibilidad/ de alimentar el fuego que nos une,/ donde brilló la hoguera que quieren apagar,/ allí siempre habrá alguno de nosotros”, cantó Osvaldo “Gitano” Rodríguez, desde el exilio, no tan lejos de aquí. Y si la Unidad Popular es muchas cosas, esos mil días inscritos en un convulso momento ad portas de una de las mayores crisis que ha sacudido al mundo, son también uno de los breves períodos en que con mayor fuerza se puso en juego en la historia un deseo colectivo de otra vida, que pudiese experimentarse al fin e irreversiblemente como una vida propia.
El hacer de estos cincuenta años que han pasado una ocasión para hablar de la Unidad Popular desde la actividad viva que moviliza, tras el protagonismo de millones de mujeres, lesbianas, bisexuales, trans y travestis en nuestro país, a amplios sectores de nuestros pueblos, nos muestra su persistencia a pesar de las políticas del olvido que pretendieron negar su posibilidad de articularse. Esa actualidad no niega lo que el conteo pone de manifiesto: no en vano ha transcurrido medio siglo. Han sido muchos los momentos en que se ha consagrado la imposibilidad de seguir siendo las mismas. Hemos cambiado irremediablemente y ninguna nostalgia por lo que fue podrá esquivar esta circunstancia.
Es esta misma circunstancia que atiende a nuestro cambio irremediable la que produce una cierta expectativa respecto de lo que debiera ser una conferencia, escrita desde el feminismo en Chile y que tenga como asunto los cincuenta años de la Unidad Popular. En estos cincuenta años las feministas no hemos estado quietas. En esa distancia hemos actuado y esa actuación ha desplazado algunas coordenadas que organizan el mundo: hemos puesto de relieve la denuncia de la violencia patriarcal, y hemos iniciado un proceso permanente para desnaturalizar la reproducción de esa violencia en nuestros espacios de organización social, política y territorial. El feminismo se ha hecho palabra y sentido común (como dijo Julieta Kirkwood, una feminista socialista chilena en los años 80, en plena dictadura). Con ello, nuestra experiencia cotidiana como mujeres y disidencias sexo genéricas se ha tomado la palabra una vez más, y ha logrado imponer condiciones que la hacen audible. Llevamos décadas desplazando la posición de madres como destino natural que se impone sobre las mujeres y décadas también fraguando horizontes de un programa que haga de la labor de criar y cuidar, una labor socialmente organizada. Ha sido la insolencia y la irreverencia de muchas y muches la que ha fracturado, al menos parcialmente, la pesada matriz de la heterosexualidad obligatoria. Han sido muches, muchas, quienes se han apropiado de los insultos cotidianos para reivindicar la política de disentir de una norma que regula nuestros encuentros y que mutila la potencia expansiva de la intimidad como terreno político.
El feminismo, los feminismos, sus disidencias, han contribuido a hacer proliferar estos asuntos al modo de una experiencia que impugna cada ámbito de la vida. Es de algún modo esperable que el actual protagonismo de esta forma de actividad sea como un lente a partir del cual observar lo que fue, como careciendo de lo que hoy hemos conseguido. Lentes a través de los cuales en la experiencia de la Unidad Popular, que se nos presenta como una experiencia de emancipación, se harían visibles los pesos coercitivos de una moral conservadora, que consideraba la homosexualidad una aberración condenable y dedicaba portadas de pasquines a mofarse de las acciones para visibilizar su existencia en el espacio público. Lentes, con los que sería posible ver la reproducción subordinada de un lugar de sentido para las mujeres como madres de familia, esta persistente imagen de “compañeras de” con que se figura su lugar en los principales productos culturales de ese momento. Lentes que harían visible lo invisible: la inexistencia de referencias simbólicas, inscritas como claves del proyecto emancipatorio, que pudieran ir más allá de “la mujer de la patria”, y más acá de la imagen supuestamente universal del obrero industrial, erigido como paradigma de protagonismo popular.
Así, emprender una crítica respecto del lugar de las mujeres y las disidencias sexo genéricas en el proyecto de la Unidad Popular puede parecer la tarea inmediata de un examen de estos cincuenta años, enunciado desde el feminismo actual. Una crítica de lo que Julieta Kirkwood, una vez más, llamó ‘el silencio feminista’ que ha marcado tantos momentos de nuestra historia, evidenciado en la ausencia de una política que releve la experiencia ‘propiamente tal’ de las mujeres. Aquella empresa así trazada no sería, sin embargo, justa.
No es que no sea justa porque quite el velo de utopía intacta desplegado sobre la Unidad Popular, un velo producido, por cierto, por la forma en que esa experiencia se sustrajo al examen crítico, posicionada sólo como recurso a un paisaje idílico. Tampoco dejaría de ser justa solo por el hecho de que esa crítica imponga al pasado las premisas del presente y por tanto desconozca las dificultades, posibilidades y desafíos de su singularidad histórica. Sino que, más allá de todo eso, una crítica de estas características presentada como la crítica feminista de esta experiencia tras cincuenta años, no sería justa con nuestra propia potencia crítica presente, con lo que este feminismo que hemos venido desplegando puede permitir interrogar sobre nuestra propia historia, nuestro esfuerzo permanente por desviarnos del lugar que se nos dice que nos corresponde y por aparecer ahí donde no se nos busca. Tal ha sido permanentemente nuestro esfuerzo y nuestra orientación.
Aparecer allí donde no se nos busca, en una voz feminista sobre la Unidad Popular, significará en este caso poner de relieve la actualidad radical que esa experiencia tiene en la actividad de masas que hoy es el feminismo en Chile, en medio de una revuelta popular que pese al encierro y la bota militar sigue insistiendo. Será mostrar el esfuerzo con que nos hemos apropiado de los conceptos que se desplegaron en ese momento de la historia, para rehabilitarlos prácticamente y para subvertir las clausuras autoritarias que pretenden imponer barreras en el reconocimiento de esa, nuestra propia historia, proscrita durante tanto, tanto tiempo.
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Nací el año 1991. Tres años antes, en Chile se había consagrado un proceso democrático como cierre formal de una sangrienta dictadura que asimismo sólo terminó formalmente. Como gran parte de mi generación, crecí con el relato bifacético de la transición condensado en la política del Nunca Más. Creciendo en este momento de la historia, nunca me fue negado conocer los horrores de la dictadura cívico militar. Crecí, además, en un entorno ampliamente politizado en esa experiencia. Estudié los primeros años de mi vida en el Colegio Latinoamericano de Integración, una institución privada que durante la dictadura había sido el lugar de formación de muchos hijos de retornadas y retornados del exilio. Una escuela que cargaba además con su propia memoria de horror. Leopoldo Muñoz, mi profesor durante esos años de infancia, había recibido un disparo a quemarropa el día en que intentó rescatar a José Manuel Parada, la mañana funesta del 29 de marzo de 1985, en que un profesor y un apoderado de mi escuela fueron secuestrados. El secuestro de los “Tres Manueles”, su posterior tortura y degollamiento a manos de carabineros, era una memoria entonces casi familiar.
Fue allí, en esos primeros años de mi vida, en que me fue dado a conocer de manera simultánea el horror de la dictadura y este relato del Nunca Más. Formulado en la jerga genérica del mandato de la tolerancia absoluta que se instaló tras la caída del muro, la única razón aducida para el espanto de la dictadura era el “pensar distinto”. Tal habría sido la orientación general del régimen militar, y su principal propósito: irguiéndose como agentes del totalitarismo, la policía del pensamiento habría apuntado sus armas contra la amenaza de ideas hostiles, por diferentes. La retórica del nunca más se instalaba de ese modo sobre el andamiaje de valores abstractos y genéricos y enemigos igualmente descarnados, carentes de todo arraigo histórico, desprovistos de conflictos efectivos.
Mi familiarización temprana con la dictadura no estuvo por tanto aparejada de un conocimiento de la historia de la Unidad Popular. ¿Por qué iba a estarlo? Poco y nada tenían que ver ambas cosas. La dictadura había tenido como propósito la afirmación ciega del poderío militar contra quienes osaran desobedecer a la razón de Estado. No había por tanto nada que recordar para poder explicar la dictadura: esta se explicaba por sí misma, por fuera y más allá del tiempo y el espacio. No solo fue la escuela, por supuesto, el garante de la instalación de esta retórica de la desmemoria. Mi familia, como muchas, fue un terminal de este relato en el susurro con el cual mencionaban las militancias, susurros que yo apenas alcanzaba a inteligir, sobre la participación de alguien en algún espacio clandestino.
La continuidad de esa política era también la censura de un cierto discurso político. Por supuesto que no había nada de malo en quejarse del sistema y de la vida. No había nada de malo en hablar de política como quien comenta actualidad, ni en compartir impresiones respecto del espectáculo televisivo del personal de la transición y no había nada de malo en celebrar el triunfo del primer presidente socialista tras el retorno de la democracia. Pero algo era distinto cuando se trataba de hablar de un proyecto, de la entrega, de la militancia. De las historias y biografías de las víctimas de la dictadura que siempre me fueron presentadas como tales, omitiendo sus militancias y proyectos, aquello por lo que se habían levantado, la lucha que habían defendido y por la cual fueron objeto de persecución, tortura, exilio, asesinato y desaparición. Esa dimensión de la memoria que Beatriz Bataszew, quien fue militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y sobreviviente de violencia política sexual en dictadura, llama “memoria de futuro”: esa memoria que nos habla del largo hilo que conecta los diversos momentos de la historia a través del reconocimiento del proyecto que sigue viviendo en cada uno. Esa era la memoria proscrita. Era respecto de ella que se imponía nuevamente el susurro.
El nunca más no se instaló así como un proyecto de desmantelamiento de la censura dictatorial de la política. Muy por el contrario, proyectó dicha prohibición al arrastrar en un mismo gesto discursivo la conciliación irreconciliable que supuso esta nueva democracia “en la medida de lo posible”, como decía la frase para el bronce del primer presidente de la posdictadura, el demócrata-cristiano Patricio Aylwin, develando con ella la miseria de las condiciones de verdad y justicia, y con ello de existencia política, del régimen transicional. En boca de los personeros de la transición, derecha y Concertación, el nunca más era una amenaza subterránea para que nadie se atreviera jamás a intentar nuevamente un cambio radical en el orden de cosas. La política de impunidad ante los crímenes de lesa humanidad, a través de los cuales se pretendió destruir la capacidad de actuación política de la clase trabajadora, forjó las condiciones de existencia de la transición democrática. La impunidad fue, así, el reverso efectivo del relato ideal del nunca más. Es esa impunidad la que allanó el camino a la respuesta del conjunto del Estado de Chile ante la revuelta de octubre 2019.
La memoria de la Unidad Popular me fue transmitida inicialmente por el relato de la derecha. Para ellos no había dificultad en valerse de la memoria de ese proceso para sustentar su lealtad con el relato transicional: lo hacían en nombre de su propio proyecto y no había ahí contradicción alguna. En sus bocas resultaba transparente que el sentido de ese nunca más era la amenaza abierta contra cualquier intento de renovar la lectura que la Unidad Popular había puesto de relieve: el reconocimiento explícito de la lucha de clases y el posicionamiento político en el seno de ese conflicto histórico.
Sabemos que el oído feminista está entrenado lo suficiente como para oír en la promesa del nunca más la amenaza cierta de la repetición. Hoy, en que el terrorismo de Estado se ha instalado nuevamente en nuestro país como respuesta del régimen al deseo de otra vida que se juega en la calle y sin permiso, es evidente que esa promesa tenía fecha de caducidad.
Sin embargo, en la imposibilidad de los círculos a mi alrededor de hablar de la Unidad Popular con algo más que frases hechas se ponía en juego mucho más que el relato de la transición. Parecía haber un escollo interior, un límite afectivo al recuerdo. Quizá haya sido la efectividad del trauma que constituye una barrera entre las asociaciones, o quizás haya sido la verificación horrorosa de lo que estaba puesto en juego en su triunfo o su derrota. “Ahora es cuando, no habrá otro momento, el enemigo no nos va a dar tregua”, decía un obrero en 1973. Tal fue el caso, lo sabemos hoy. Este límite afectivo, límite interior al recuerdo, hacía que recordar la Unidad Popular fuese aún más doloroso que recordar la dictadura. La belleza de ese momento se tornaba insoportable. La esperanza de los rostros registrados en los documentales, la potencia creativa del proyecto, el afán conmovedor con el que todo un pueblo se había propuesto ir hacia la vida. La brutalidad con la que se pretendió castigar ese deseo afirmó su efectividad en esa censura interior.
Pienso que ese dolor que forzaba a una retirada permanente respecto del recuerdo de la Unidad Popular, y que instalaba siempre la memoria como algo que sólo podía moverse entre los años de la dictadura, instaló en mí el 11 de septiembre como una suerte de abismo irremontable, una cesura absoluta que nada parecía poder remendar. Crecí llevando en mí ese quiebre al modo de una discontinuidad insalvable. Son pocos los momentos históricos que uno recuerda sólo por su final y sin embargo pareciera ser ese el momento en que gravitará siempre la memoria de la Unidad Popular. Un momento de la historia con un valor sobredeterminador que configura el sentido unívoco de esa experiencia y que nos hace hablar inmediatamente de la Unidad Popular como de una derrota.
La tarea que me propuse respecto de ese abismo en mí no descansaba solo en reunir las experiencias fragmentarias que me fueron legadas como retazos mínimos para asir la historia de la Unidad Popular. Tampoco se trataba únicamente de apostar por modificar el peso relativo de sus distintos momentos para hacer posible que apareciera en su retorno algo más que la derrota. No se trataba tanto de la resistencia a las claves únicas de lectura como algo mucho más urgente, afectivamente, ante la forma que toma actualmente la vida y nuestro deseo de cambiarla. Se trata de permitir que habite en mí esa esperanza castigada. Permitir que crezca en mí, pulsante y más allá del dolor de mis madres y abuelas, esa lumbrera que nos diga una vez más que las revoluciones sí acontecen y que si hay algo tan doloroso en la Unidad Popular ha de ser que su destino no era inevitable.
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Sin embargo, mi generación no solo estuvo exenta del recuerdo de la Unidad Popular. Habiendo nacido y crecido en esta apenas democracia, carecíamos también del miedo disciplinador instalado a punta de terrorismo de Estado en nuestras madres, padres y abuelos. Al menos esa fue la reflexión generalizada cuando, como bullendo de a poco, les estudiantes fuimos desplazando el cerco de lo posible. El 2001, con el mochilazo, que yo era aún muy pequeña para recordar. El 2006 con la revolución pingüina, en que miles de secundarias y secundarios salimos por primera vez a la calle, a pelear contra lo que llamaríamos “la educación de mercado”. En la lucha comenzaba a forjarse un relato, un puntal de crítica al orden de cosas. Fue el 2011 en que se dio el desborde total de esta lucha, que llegó con nosotres, antiguas pingüinas, a los planteles universitarios y conmovió a nuestro país en la observación y la defensa de una lucha que en todas partes se sentía como propia.
Esta irrupción politizadora quebró el largo silencio en mi familia como lo hizo en muchos espacios. Una juventud que levantaba la voz parecía ser también una invitación a poner en común historias largo tiempo silenciadas y dichas a media voz. Supe entonces un poco más de la militancia de mis abuelos; de la experiencia que mi abuela había tenido como dirigenta de la Junta de Abastecimiento y Precios, un organismo barrial formado durante la Unidad Popular para enfrentar el desabastecimiento que había sido orquestado por la derecha. Supe de su esperanza en el proceso y de su frustración nunca antes nombrada, por las decisiones de su partido respecto de la manera de enfrentar la amenaza golpista. Supe incluso un poco más. De mi bisabuelo anarcosindicalista, de su participación en la Federación Obrera de Chile, la FOCH, y de cómo siempre instó a mi abuela, la mayor y la única mujer de una familia de 8 hermanos varones, a formarse y a militar. Se había tendido por primera vez entre nosotras, mi abuela y yo, un puente de reconocimiento que transformaba nuestro vínculo, que hacía de ese lazo que nos unía algo que no se agotaba ya en el modelo relacional de la familia, sitial privilegiado en el que la dictadura había depositado las condiciones de reproducción de su orden social, consagrado en el primer artículo de su Constitución de la República. Junto a mi abuela, tras ese momento, nos descubrimos en un vínculo a la vez nuevo y viejo; nos descubrimos como compañeras.
De algún modo, cada año desde entonces se ha tratado de construir esa memoria a contrapelo capaz de sortear los pozos estancados del olvido, para arrancarle una pregunta a este abismo que se inscribe en mí. Fue después de varios años que logré formular una pregunta ante el recorte radical de cada 11 de septiembre: si a ese vacío le dio forma una metralla, no en mí sino en nosotrxs, ¿con qué fuego nuestro haríamos aparecer la vida en el seno de la muerte? Algo debe decir sobre la memoria, el trauma y la reparación el que esa posibilidad de hacer aparecer en el seno de la muerte la vida latiendo, haya estado dada por la irrupción del movimiento feminista, “ese fuego que al fin nos pertenece”.
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La emergencia del feminismo como movimiento de masas en Chile, América Latina y múltiples partes del mundo ha construido en los años recientes una historicidad propia. Se ha tratado de un proceso, y como tal ha tenido momentos diversos que se han sucedido unos a otros y han sedimentado capas que condensan los sentidos que hemos ido produciendo. En un primer instante de esta emergencia, el feminismo se constituía fundamentalmente como potencia de reconocimiento mutuo, de denuncia y de un grito que era fundamentalmente una negación. Dijimos “no” a la violencia que nos atravesaba y enlazamos en ese grito el límite y la potencia de decir “basta”.
Fue de a poco y de maneras desiguales a lo largo del mundo que a esta potencia de constituir un límite le fuimos dando la forma de un llamado a nosotras mismas. Se trataba de la formulación lenta de un deseo que, como tal, no salía de la nada, sino que como todo deseo vino al mundo portando historias, dichas y no, poniendo en relación eso que sabíamos que queríamos con eso que no sabíamos pero que estaba ahí, subterráneo, por muchas razones aún inaprensible. Este deseo se fue formulando en la medida en que fuimos hablando continuamente de la violencia en todas partes, en cada espacio, y que este hablar fue mutando, desplazándose necesariamente como siempre lo hace, y este punto de entrada que era la violencia comenzó a ser ni más ni menos que hablar de la vida misma.
Así comenzó a encenderse la llama. Hablar y hablar, una y otra vez, encontrarnos de todas las formas posibles y empezar a forjar de a poco el andamiaje de un deseo colectivo. El feminismo fue multiplicándose y difundiéndose por los espacios sociales con la capilaridad que le es propia y fue activando ahí en cada espacio esta suerte de vitalidad, un impulso creativo e insolente que se iba abriendo paso contra cada resistencia, incluso aquellas que habitan en nosotras mismas. Se nos fue presentando junto a la formación deseante de nosotras mismas la necesidad imperiosa del encuentro, de sabernos muchas, en todas partes y al mismo tiempo como hemos dicho muchas veces, y de estos encuentros fuimos haciendo momentos de construcción de una fuerza propia. La movilización de masas es así una dimensión insoslayable y necesaria en que este feminismo se construye a sí mismo y se produce como actividad viva de un cuerpo que somos nosotras mismas citándonos al encuentro.
En nuestro país, parte de este recorrido tomó forma en el llamado a la Huelga Feminista para el 8 de marzo. La enorme capacidad de movilización que tuvo en esta y otras tierras nos movilizó a tomarla también en nuestro país como un desafío, una tarea y un proceso. Para nosotras, hablar de Huelga era algo sumamente extraño, lo hemos explicado en muchas ocasiones. En primer lugar, pues se trataba de algo prohibido por la dictadura, reducido a su mínima expresión, como un recurso únicamente empleable por el sindicato de una empresa en el marco de una negociación colectiva. Decir Huelga era, además, nombrar una forma de acción que no podía vehiculizarse del modo en que tradicionalmente se nos ha mostrado que se hace. Con una participación sindical más que exigua, con enormes sectores de trabajadoras y trabajadores sujetos a la informalidad y al trabajo precario, se trataba de nombrar un enorme desafío para la organización conjunta, algo que incluso aparecía para algun-s como un privilegio de unos pocos o como algo derechamente imposible de materializar. Fue, así, algo que empujamos contra múltiples resistencias, una más de las formas en que nos reapropiamos de una herramienta histórica de nuestra clase para resignificarla, para actualizar su potencia, para nombrar un deseo y una necesidad.
Porque el deseo colectivo que se afirma como pensamiento de masas al alero del proceso de la Huelga General Feminista se aloja en una tensión. Una tensión situada, entre otras cosas, entre nuestra enorme capacidad de movilización y el problema aún abierto de la transformación efectiva de la vida. Esta, la Huelga, abrió el campo práctico que nos permite plantearnos los problemas que acompañan a la multiplicación de nuestra capacidad de actuar juntas. El viejo y nuevo problema de la estrategia para cambiar la vida toda, problema tan antiguo como la historia de rebeliones y revoluciones que se han propuesto echar abajo regímenes completos y han tenido la valentía de formularlo de ese modo.
Como feministas, en la recuperación y resignificación práctica de las herramientas históricas de lucha como la huelga, en la instalación de claves programáticas que tienen en su centro la vida toda, en la reconstrucción progresiva del tejido organizativo, hemos puesto de relieve una afirmación incómoda, tanto para quienes pretendían afirmar para siempre el fin de la historia, como para quienes sólo pueden demandar que lo que esperan se presente con la imagen imperturbable de otros tiempos. El movimiento feminista, poniendo la vida y los trabajos que la sostienen en el centro de la política, combatiendo las violencias que proliferan en la reproducción cotidiana del orden de explotación y miseria, reconfigurando los escenarios concretos en que nos proponemos cambiar irreveresiblemente lo que existe, ha traído de vuelta un viejo fantasma. El sujeto que creían haber borrado del todo sufrió a nivel global una profunda transformación y su resultado es que hoy, en la fuerza transfronteriza del movimiento feminista, se realiza la actividad política de una clase trabajadora nueva, la potencia que vuelve desde otro lugar para proponernos hablar de todo: la multiplicidad concreta y heterogénea de una nueva universalidad posible. En nuestro país, la Huelga Feminista es una huelga general porque no queremos rompehuelgas, ni queremos ser reemplazadas en los circuitos inagotables de la explotación, productiva y reproductiva. Hay en esa determinación una declaración radical: que no aceptaremos más que la universalidad tenga un único rostro, modelo monolítico de lo que “es” la clase. Que tendremos que entrenar la mirada para aprender a mirar una vez más, porque la fisonomía de la clase trabajadora ha cambiado para siempre, y eso se demuestra hoy en el deseo que nos mueve.
Pienso que es ahí, en ese deseo latente y manifiesto, que se despliega sobre tejidos subterráneos de asociaciones conocidas y desconocidas, donde persiste la actualidad de una experiencia que de otro modo parece existir únicamente como recuerdo pasado. Las ebulliciones de creatividad desbordante, que se renuevan sin cesar y que han marcado también el carácter mismo de la revuelta social hoy en curso, la serie de productos y de marcas en cada espacio público que vamos dejando a nuestro paso. Ahí se revela el núcleo de vitalidad que compartimos con aquellos momentos en que se ha avizorado la posibilidad de otra vida.
Porque sin duda la Unidad Popular fue un proyecto, un momento que consagró un avance histórico y que logró articular de manera clara e inteligible los contornos de una apuesta y la visibilidad de las imágenes que la harían reconocible. Fue un momento de llegada y el comienzo de una expectativa de poder forjada durante largo tiempo, y allí radica en parte la multiplicidad de formas e iniciativas que se configuraron bajo su alero con tanta intensidad. Son las capturas de ese proyecto las que han logrado prevalecer para ser aún hoy reconocibles. Las imágenes de los campesinos y obreros junto a las tomas de terreno. Los niños tomando su medio litro de leche, asegurado para todos y cada uno, como una de las medidas fundamentales de un proyecto socialista. Los álgidos debates tácticos y estratégicos que escapaban al domicilio del partido y que nos traen al presente las imágenes de enormes asambleas en los barrios, las universidades, las sedes sindicales y comunales en las que se pronunciaban acalorados discursos. Los cientos de miles de ejemplares que producían las imprentas de la Editorial Quimantú, los cuadernos de educación popular, los semanarios y pasquines. Los registros que excedieron sus contornos, como las instantáneas imborrables de los cordones industriales donde se multiplicaba la inventiva popular y donde las aspiraciones de poder participar directamente en la producción se enfrentaban a los límites del proceso institucional. Los retratos de una clase trabajadora que salía en masa a la calle a defender su programa y el terreno avanzado a punta de una lucha bullente, los desfiles y pancartas, los escuadrones organizados y las brigadas muralistas que cubrían con su arte político las paredes de los trayectos cotidianos.
Entre medio de todas y cada una de esas imágenes que sobrevivieron para narrar la historia, un poco por debajo o entre medio del Proyecto con mayúscula, podemos ver lo que en estos meses hemos sentido también en nuestros cuerpos y que constituye ese núcleo vital, el latido de algún modo insólito de los momentos de cambio y agitación. Se trata del entusiasmo enorme y la sensación de potencia de estar sosteniendo la vida en una nueva cotidianidad, en un despertar diferente al que marca la temporalidad de una normalidad aplastante. Eso que era distinto eran muchas cosas, pero era también y por sobre todo un despertar a la vida en otro ritmo, la sensación de un tiempo que se acelera y se multiplica.
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En la solidez de esta vida, la irrupción feminista ocasionó la aparición súbita de una grieta que comenzó a crecer aceleradamente. Como una olla a presión fuimos estallando y las acciones de este gobierno, que encarna el giro autoritario que afecta hoy a muchas democracias a lo largo del mundo, fueron acelerando el tranco de nuestra impaciencia. En noviembre del 2018, recrudeciendo la militarización del Wallmapu, territorio ancestral mapuche, dispararon por la espalda a Camilo Catrillanca, joven dirigente mapuche. Hicieron todo por negarlo. Se propusieron militarizar las escuelas e hicieron avanzar legislaciones represivas para expulsar arbitrariamente estudiantes. Hicieron avanzar su programa de ajustes y descargaron a golpes continuos los embates de la crisis sobre las y los trabajadores. En esta pesada normalidad, fueron las estudiantes secundarias y secundarios quienes nos llamaron al último golpe de rebeldía que haría estallar la normalidad por los aires. Ese 18 de octubre del 2019 algo se fracturó para siempre. Sólo ocho horas tardó el gobierno en quebrar el relato del nunca más y volver a sacar a los militares a la calle. Como un recuerdo alojado en el cuerpo, nuestra rebeldía desatada, nuestro multitudinario encuentro al que asistíamos cada día henchidos de esperanza, se acompañó de manera casi obvia de la sonoridad producida en esos años setenta en que nos permitimos soñar con poder tomar las riendas de nuestra propia vida. Caminando entre las barricadas que se levantaban a lo largo de toda la Alameda, la principal arteria de la capital, entre el eco de las cacerolas, se escuchaba “El Pueblo Unido” y, tal y como lo dijo Víctor Jara, ese canto de otros tiempos era entonces canción nueva.
Sólo unas semanas después nosotras mismas nos citamos al encuentro nuevamente, en medio de una revuelta social en pleno curso. El Colectivo Las Tesis hizo síntesis del reconocimiento, la denuncia y la lectura lúcida del escenario político en que nos proponemos cambiar la vida y levantó un himno contra la violencia sexual como violencia política. Al mismo tiempo que gritábamos nuestras biografías íntimas, gritábamos contra el régimen que defiende su vigencia a punta de terrorismo de Estado.
La Unidad Popular fue, como dijimos, el momento cúlmine de un largo ciclo de más de cinco décadas. Su derrota fue el modo en que ese ciclo abierto encontró en la historia su término, y tras ello fue el mundo entero el que cambió. Hoy, vivimos la apertura de un nuevo ciclo. La emergencia global del movimiento feminista se da en un contexto de vértice histórico, en el que el fascismo se presenta como la salida posible en un escenario creciente de precarización de la vida, quizás más aún hoy, tras los desoladores efectos de la pandemia que ha asolado nuestros territorios. En nuestro país, asistimos a la apertura de ese nuevo ciclo con una revuelta social que se erige en clave destituyente de todo lo que existe. Vemos algo similar acontecer hoy en Estados Unidos, junto a la desmonumentalización que acompaña a ese grito por el No más. Es hoy, al calor del movimiento feminista, que se desarrolla esa impugnación y que hace avanzar el afán constituyente de nosotras mismas, de la clase en la que somos potencia expansiva.
Si hoy podemos ver en la Unidad Popular el entusiasmo de una vida cuya cotidianidad de pronto se desborda, es porque ha sido eso lo que hemos conmovido: la continuidad de una normalidad sofocante a la que dijimos que no vamos a volver. Ese era el sentido de la Huelga General Feminista y ese ha sido el sentido general de nuestra revuelta que hoy sigue. Claro que hoy la normalidad estalla por los aires en todo el mundo. Pero la revuelta sigue existiendo hoy virtualmente y subterránea en la promesa de que no permitiremos el retorno de esa normalidad que tanto anhelan los que viven de nuestra miseria. Que ese y no otro es hoy nuestro nunca más.
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En un esfuerzo por visibilizar lo invisibilizado, como feministas hemos puesto la mirada en los trabajos que sostienen la vida y en la necesidad de su socialización. Especialmente ante las circunstancias de la crisis mundial y sanitaria, los trabajos que consisten en cuidar, criar, alimentar, lavar, escuchar, reconfortar, se han mostrado como fundamentales y han puesto de relieve la valencia estratégica de una política que los ponga en el centro. Pero es mucho más que reconocer esos trabajos. En lo que sostiene la vida reconocemos hoy también la potencia que revitaliza la esperanza de que las cosas puedan acontecer de un modo radicalmente distinto. Si ya no nos movilizan hoy grandes y totalizantes relatos, si ya no se enmarca nuestra acción en un modelo único de humanidad a ser liberada, si nos hemos desprendido forzosamente de nuestras viejas imágenes, no ha sido para desaparecer eternamente en la vacuidad de una cotidianidad insoportable. Ha sido para redescubrir allí, en esa conmoción íntima que altera el pulso de la vida, la apertura de una grieta que solo nos proponemos hacer crecer.
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Desde el momento en que se me invitó a presentar esta conferencia hasta la actualidad han sucedido muchas cosas. Tuvimos en Chile nuestra segunda Huelga General Feminista, y las calles se desbordaron con la presencia de dos millones de mujeres y disidencias en Santiago y muchísimas más en todo el país. Con esta movilización de una magnitud histórica se refrendó una certeza: la revuelta no había terminado, estaba plenamente viva, y en el movimiento feminista se desarrollaba su continuidad y su reactivación. Millones de mujeres y disidencias salimos a las calles a exigir el fin del terrorismo de Estado, vencimos el miedo para encontrarnos sin permiso y gritar contra las violencias que nos atraviesan y decir que tenemos un programa propio para enfrentar la precarización de la vida.
Marzo estaba siendo efectivamente la pesadilla que anticipaba el gobierno terrorista y el régimen que lo sostiene. Sin embargo, esta gran crisis abierta sufrió una súbita metamorfosis producto de la situación sanitaria mundial. La pandemia llegó a nuestro territorio desde lujosos aviones, y alojado en el cuerpo de los ricos proliferó por todas partes, especialmente por los barrios donde habitan quienes fueron forzados a seguir yendo al matadero para engrosar bolsillos ajenos. En continuidad con su respuesta autoritaria y criminal ante la revuelta, el gobierno decidió emplear esta circunstancia de excepción para hacer avanzar su afán restituyente. Pintaron nuevamente la Plaza de la Dignidad, con el sincero deseo de hacer desaparecer cualquier rastro dejado por nuestro desorden, y no tardaron nada en militarizar nuevamente las calles del país. Como buenos empresarios, se dedicaron a asegurarse los bolsillos y negando legalmente el sustento a cientos de miles de trabajadores, repartieron entre ellos millones de dólares en beneficios.
Durante varias semanas la revuelta, de pronto invisible, siguió existiendo, virtualmente, en la pregunta por la revuelta y por su futuro tras esto, que se nos aparecía como un paréntesis. Y fue desde el mismo lugar que encendió ese fuego el 18 de octubre, que mientras escribo este texto la revuelta amenaza con volver a desatarse. El día 18 de mayo se levantaron pobladores en protesta, por primera vez desde el inicio de la crisis sanitaria, en el barrio de El Bosque, uno de los más empobrecidos de la capital. No por la cuarentena, decían, sino por el hambre. La protesta en este barrio de Santiago se extendieron hasta la noche y a lo largo del país surgieron movilizaciones espontáneas en solidaridad con quienes se levantaban para pelear por el pan. La respuesta del gobierno fue, una vez más, la represión. El canto de Violeta mostró su dolorosa actualidad: “los hambrientos piden pan, plomo les da la milicia”. Pero la gente no retornó a sus casas, porque por más que se quiera forzar la obediencia, la realidad se impone con una fuerza mayor.
Hoy, quienes luchan contra el hambre deben enfrentar la criminalización y su voz quebrada denuncia a los carabineros que ven en la solidaridad una amenaza, y que con sus armas y sus palos botan las ollas de los pobres y los acusan de estar incitando al desorden por buscar la manera de alimentarse. Pero la revuelta ya había mostrado que amplias mayorías nos volcamos con toda nuestra fuerza a seguir sosteniendo la posibilidad abierta de vivir de otra forma.
No sabemos lo que vaya a ocurrir ahora. El futuro es hoy más que nunca una interrogante abierta y esta incertidumbre parece haber llegado para quedarse. Sin embargo, no todo hoy es solo un enorme signo de interrogación. Incluso si las movilizaciones por el hambre hoy no desatan, en medio del encierro posible e imposible, una nueva revuelta de masas, esta acontecerá tarde o temprano.
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La pregunta por la actualidad de la Unidad Popular en el movimiento feminista que habita hoy en la revuelta, es necesariamente la pregunta por la transformación revolucionaria de la vida social. Hay algo inevitablemente escandaloso en formularlo así, y de ello se cuelga en nuestro país la extrema derecha para salir a atacar al movimiento feminista, diciendo que buscamos el caos y la destrucción. No yerran en temerle al movimiento feminista quienes han decidido defender el estado actual de cosas. La potencia viva del movimiento feminista actual en Chile y el mundo está inmediatamente vinculada a esta posibilidad que abre de poner una vez más sobre la mesa esta pregunta que retorna, una y otra vez. ¿Es posible cambiar radicalmente esta forma de organizar la vida, con sus violencias y jerarquías continuamente renovadas? ¿Qué debemos hacer para materializar la voluntad que hemos manifestado de empujar una transformación semejante? ¿Por qué caminos conducir nuestra fuerza, qué tareas proponernos, qué pasos ir dando, qué luces propias ir encendiendo para poder sostener la confianza ante las políticas de la opacidad con las que pretenden enfrentarnos?
Les presento hoy esta conferencia que de algún modo es extraña en vuestro día nacional, que conmemora un conteo que supera con creces la existencia misma de nuestro país como “Nación independiente”, el conteo colonial de nuestros propios tiempos históricos. Les hablo, además, de todo esto en un año marcado por el dolor tremendo de la muerte que enluta vuestras vidas y que se impone como la experiencia que habrá de ser elaborada durante un largo tiempo por venir. Les hablo, también, de esto a ustedes que hoy enfrentan la censura y el castigo con que se responde a vuestro deseo de afirmar la propia autonomía. Dentro de ese escenario aciago y agitado, que llegue esta conferencia en la forma que sea a vosotros como una invitación y un mensaje de esperanza. Será más pronto que tarde que seamos juntas, un río de gargantas que entona feroces canciones de alegría y combate.
Muchas gracias.
Convencional Constituyente por el Distrito 12 en representación de la Coordinadora Feminista 8M y la Asamblea de Organizaciones del D12. Participante del Grupo de Estudios Feministas (GEF).