Traducción e introducción para Revista Posiciones por Pablo Abufom S.
Este texto del historiador marxista Robert Brenner fue escrito en 1993, en un contexto muy distinto, bajo la sombra del fin de la URSS y el consiguiente triunfalismo capitalista global ante la derrota de las “alternativas”. Sin embargo, el desafío de la reconstrucción de una estrategia revolucionaria de la clase trabajadora no es tan distante, en medio de un largo endurecimiento de una agenda precarizadora global. La diferencia fundamental es que nos encontramos, al mismo tiempo, en medio de un ciclo de preparación de la contraofensiva de la clase trabajadora.
El texto de Brenner permite atender a la siempre valiosa distinción entre reformas y reformismo. Una de sus principales contribuciones a nuestro contexto es que apunta una dimensión particularmente histórica del problema: en tiempos de “normalidad” del ciclo del capital, la disputa política entre reformismo y revolución no se da principalmente en términos del programa, sino de la base social y los métodos de construcción de una alternativa. Pero hoy comenzamos a ver que, en tiempos de crisis generalizada, el programa aparece además como la línea que determina los bandos en disputa y organiza la acción política de la clase trabajadora a través de las izquierdas y los movimientos sociales. En Chile, esto queda en evidencia en el reordenamiento del mapa político y social en torno a la revuelta iniciada en octubre, el Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre y el modo de responder a la pandemia del coronavirus.
No cabe duda de que, a la luz de las experiencias históricas, “nuestro principal adversario” sigue siendo el reformismo tal como lo define Brenner. La pregunta hoy es ¿cuáles son esas fuerzas sociales y políticas que operan bajo la lógica reformista de componenda con el Estado? No son respuestas que puedan darse a priori, a partir de juicios ya definidos, mucho menos en una coyuntura tan abierta y polarizada como ésta. La burocracia sindical y las cúpulas de los partidos, pese a su reticencia a profundizar la crisis política abierta en octubre del 2019, no son todopoderosas con respecto a sus bases sindicales y partidarias. Aunque la izquierda anticapitalista ha ocupado gran parte de su tiempo en un combate ideológico con estos sectores reformistas, puede que éste sea el momento de organizar la disputa política de esas conducciones, para ir más allá de la simple denuncia o la construcción de espacios paralelos. Esa disputa no implica apuntar a reemplazar el personal burocrático y cupular, sino ofrecer una alternativa consistente que haga sentido y que logre resolver las necesidades concretas que movilizan a esas bases sindicales y partidarias a responder a una conducción sin competencia.
Este texto de Brenner, teniendo en cuenta las diferencias geopolíticas e históricas, permite abrir el debate sobre las condiciones estructurales de esa disputa, tanto “la idea de que las dirigencias sindicales [y partidarias] representaban una capa social distinta” como aquello que llama “la paradoja del reformismo”. Si no se puede confiar en el reformismo para resistir en momentos agudos de la lucha de clases, y es esperable que se levanten como “barreras” a la lucha directa de trabajadores y trabajadoras, entonces hoy, en una coyuntura que demanda una voluntad política decidida a avanzar en un programa anticapitalista, se vuelve más necesario que nunca identificar a los sectores reformistas y construir una alternativa política de masas, con un programa de clase independiente, anticapitalista y feminista.
Desde Posiciones, Revista de Debate Estratégico hacemos una invitación a participar en esta discusión y contribuir a los desafíos del momento.
La traducción y las notas aclaratorias son mías. Agradezco a Robert Brenner, Suzi Weissman y al equipo editorial de Against The Current por autorizar esta traducción y publicación.
Se me pidió que hable sobre las lecciones históricas de la revolución en el siglo XX. Pero ya que nos interesan principalmente las lecciones históricas que sean más relevantes para el siglo XXI, pienso que sería más acertado considerar la experiencia de las reformas y el reformismo.
El reformismo siempre está entre nosotros, pero rara vez anuncia su presencia y usualmente se presenta con otro nombre y de manera amistosa. Aún así, es nuestro principal adversario político y más vale que lo comprendamos.
Para empezar, debe quedar claro que el reformismo no se distingue por una preocupación por las reformas. Tanto los revolucionarios como los reformistas intentan conquistar reformas. En efecto, en cuanto socialistas, vemos la lucha por las reformas como nuestro principal asunto.
Los reformistas también están interesados en conseguir reformas. De hecho, en gran medida, los reformistas comparten nuestro programa, al menos de palabra. Están a favor de salarios más altos, pleno empleo, un mejor Estado de bienestar, sindicatos más fuertes, incluso un tercer partido[1].
El hecho ineludible es que, si queremos atraer a las personas hacia el socialismo revolucionario y no hacia el reformismo, en general no se logrará ganándole a los reformistas en términos de programa. Será mediante nuestra teoría –nuestra comprensión del mundo– y, más importante, a través de nuestro método, nuestra práctica.
Lo que distingue al reformismo en un sentido cotidiano es su método político y su teoría, no su programa. Esquemáticamente hablando, los reformistas sostienen que, aunque dejada a su suerte, la economía capitalista tiende a la crisis, la intervención estatal puede permitirle al capitalismo alcanzar una estabilidad y crecimiento de largo plazo. Sostienen, al mismo tiempo, que el Estado es un instrumento que puede ser utilizado por cualquier grupo, incluyendo a la clase trabajadora, para sus propios intereses.
El método o estrategia política básica del reformismo se sigue directamente de estas premisas. El pueblo trabajador y los oprimidos y deben dedicarse principalmente a ganar elecciones para alcanzar el control del Estado y con ello asegurar leyes que regulen el capitalismo y, a partir de ahí, mejorar sus condiciones laborales y estándares de vida.
La paradoja del reformismo
Por cierto, los marxistas han contrapuesto sus propias teorías y estrategias a las de los reformistas. Pero algo que probablemente sea igual de importante en el combate del reformismo es que los revolucionarios han sostenido que tanto la teoría como la práctica reformista se comprenden mejor en términos de las fuerzas sociales específicas sobre las que se ha basado el reformismo–en particular, en cuanto racionalizaciones de las necesidades e intereses de los dirigentes gremiales y los políticos parlamentarios, así como de los líderes de clase media del movimiento de los oprimidos.
La base social propia del reformismo no es solo de interés sociológico. Es la clave de la paradoja central que ha definido y perseguido al reformismo desde sus orígenes en cuanto movimiento específico dentro de los partidos socialdemócratas (socialismo evolutivo) alrededor del 1900. Es decir, las fuerzas sociales en el corazón del reformismo y sus organizaciones están comprometidas con métodos políticos (y con teorías que los justifican) que terminan impidiéndoles asegurar sus propias metas de reforma –especialmente el camino electoral-legislativo y las relaciones laborales reguladas por el Estado.
Como resultado, la conquista de grandes reformas a lo largo del siglo XX generalmente ha requerido no solo romper, sino también luchar sistemáticamente contra el reformismo organizado, sus principales líderes y organizaciones. Esto es así porque, en virtualmente todas las instancias, la conquista de dichas reformas ha requerido estrategias y tácticas que el reformismo organizado no aprobaba porque amenazaban su posición e intereses sociales: altos niveles de acción de masas militante, un cuestionamiento a gran escala de la ley, y la forja de lazos de solidaridad activa cada vez más extensos a nivel de la clase, entre sindicalizados y no sindicalizados, empleados y desempleados, y otros similares.
La visión reformista
La proposición central de la visión de mundo reformista es que, aunque tiende a la crisis, la economía capitalista es, al final, susceptible de regulación estatal.
Los reformistas han sostenido, de diversas formas, que lo que lleva a la crisis es la lucha de clases no regulada. A menudo han planteado que la crisis capitalista puede surgir de una explotación “demasiado intensa” de los trabajadores por los capitalistas a partir del interés en una rentabilidad aumentada. Esto causa problemas para el sistema en su conjunto porque conduce a un poder adquisitivo inadecuado por parte de las personas trabajadoras, que no pueden comprar una cantidad suficiente de aquello que producen. Una demanda insuficiente implica una “crisis de subconsumo”. Un ejemplo de esto sería, según teóricos reformistas, la Gran Depresión de los años treinta.
Los reformistas también han planteado que la crisis capitalista puede surgir, por otro lado, de una resistencia “demasiado fuerte” a la opresión capitalista en los lugares de trabajo. Al bloquear la introducción de tecnología innovadora o negarse a trabajar más duro, los trabajadores reducen el crecimiento de la productividad (output por trabajador). Esto a su vez implica una torta que crece más lento, rentabilidad reducida, inversión reducida y en última instancia una “crisis del lado de la oferta”. Un ejemplo de esto sería, según teóricos reformistas, la actual desaceleración económica que comenzó a fines de los sesentas.
Se sigue de este enfoque que, dado que las crisis son el resultado no intencionado de una lucha de clases no regulada, el Estado puede asegurar la estabilidad y crecimiento económico precisamente al intervenir para regular tanto la distribución del ingreso como las relaciones capital-trabajo en los lugares de trabajo. La consecuencia es que la lucha de clases no es realmente necesaria, puesto que en el largo plazo no beneficia ni a la clase capitalista ni a la clase trabajadora, si es que pueden coordinarse sus acciones.
El Estado como aparato neutro
La teoría reformista del Estado calza muy bien con su economía política. En esta visión, el Estado es un aparato de poder autónomo, en principio neutral, susceptible de ser utilizado por cualquiera. Se sigue que los trabajadores y los oprimidos deben intentar lograr controlarlo con el propósito de regular la economía de modo tal que se asegure la estabilidad y crecimiento económico y, a partir de eso, conquistar reformas paras sus propios intereses materiales.
La estrategia política del reformismo fluye lógicamente desde su visión de la economía y el Estado. Los trabajadores y los oprimidos debiesen concentrarse en elegir políticos reformistas. Puesto que la intervención estatal de un gobierno reformista puede asegurar estabilidad y crecimiento de largo plazo en los intereses del capital tanto como del trabajo, no hay razón para creer que los empleadores se opondrán testarudamente a un gobierno reformista.
Un gobierno de este tipo puede prevenir crisis de subconsumo al implementar políticas tributarias redistributivas e impedir crisis de oferta al establecer comités entre obreros y empresarios regulados por el Estado con el fin de aumentar la productividad. Sobre la base de una economía creciente, cada vez más productiva, el Estado puede aumentar de manera continua el gasto en servicios estatales, mientras regula la negociación colectiva de modo tal que asegure un trato equitativo para todas las partes involucradas.
Los reformistas sostendrán que los trabajadores deben permanecer organizados y vigilantes, especialmente en sus sindicatos, y preparados para actuar contra los capitalistas bribones que no se dejen disciplinar en pos del interés común: dispuestos a hacer huelgas contra los empleadores que se niegan a aceptar la mediación al nivel de la empresa o, en el peor de los casos, a levantarse en masa contra grupos de capitalistas reaccionarios que no soportan darle poder gubernamental a las grandes mayorías y buscan subvertir el orden democrático.
Pero presumiblemente estas batallas permanecerán subordinadas a la principal lucha electoral-legislativa y se volverán progresivamente menos frecuentes ya que las políticas estatales reformistas procederían a favor no solo de los trabajadores y los oprimidos, sino también de los empleadores, aunque al comienzo ellos no se den cuenta.
La respuesta al reformismo
Clásicamente, los revolucionarios han rechazado el método político de los reformistas de confiar en el proceso electoral/legislativo y la negociación colectiva regulada por el Estado por la simple razón de que no funcionan.
Mientras persistan las relaciones de propiedad capitalista, el Estado no puede ser autónomo. Y esto no es porque el Estado siempre esté directamente controlado por los capitalistas (los gobiernos socialdemócratas o laboristas, por ejemplo, a menudo no lo están). Es porque quien sea que controle el Estado está brutalmente limitado, con respecto a lo que puede hacer, por las necesidades de la rentabilidad capitalista… y porque, a lo largo de cualquier periodo extendido, las necesidades de la rentabilidad capitalista son muy difíciles de reconciliar con reformas a favor de los y las trabajadores.
En una sociedad capitalista, no puedes tener crecimiento económico a menos que tengas inversión, y no puedes lograr que los capitalistas inviertan a menos que puedan alcanzar lo que ellos juzguen una tasa de ganancia adecuada. Dado que los altos niveles de empleo y el aumento de los servicios estatales para la clase trabajadora (que dependen de los impuestos) se basan en el crecimiento económico, incluso los gobiernos que quieren promover los intereses de los explotados y oprimidos (por ejemplo, gobiernos socialdemócratas o laboristas) deben poner en primera prioridad la rentabilidad capitalista en interés del crecimiento económico.
El viejo dicho de que “lo que es bueno para General Motors es bueno para todos”,[2] desafortunadamente contiene una importante cuota de verdad, siempre y cuando las relaciones de propiedad capitalista sigan vigentes.
Por supuesto esto no implica negar que los gobiernos capitalistas harán reformas alguna vez. Especialmente en periodos de auge, cuando la rentabilidad es alta, el capital y el Estado a menudo tienen bastante disposición a entregar mejoras a los y las trabajadoras y grupos oprimidos en interés de que no se interrumpa la producción y el orden social.
Pero en periodos de caída, cuando la rentabilidad se reduce y la competencia se intensifica, el costo de pagar (vía impuestos) estas reformas pueden amenazar la propia supervivencia de las empresas, y estas mejoras son concedidas rara vez sin grandes luchas en los lugares de trabajo y las calles. Igualmente, en estos periodos, los gobiernos de todo tipo (ya sean representantes del capital o del trabajo) siempre que estén comprometidos con las relaciones capitalistas de propiedad, terminarán intentando restaurar la rentabilidad a través de recortes a los salarios y los gastos sociales, rebajas de impuestos a los capitalistas, y así sucesivamente.
La centralidad de la teoría de la crisis
Debiese ser evidente por qué, para los revolucionarios, es tan importante la afirmación de que los periodos extendidos de crisis son inherentes al capitalismo. Desde este punto de vista, las crisis surgen de la naturaleza inherentemente anárquica del capitalismo, que conduce a una senda de acumulación de capital que es eventualmente auto-contradictoria o que se socava a sí misma. Ya que por naturaleza una economía capitalista opera de manera no planificada, los gobiernos no pueden impedir las crisis.
Este no es el lugar para un examen extendido de los debates sobre la teoría de la crisis. Pero al menos se puede señalar que la historia capitalista ha confirmado un punto de vista anti-reformista. Desde fines del siglo XIX, si no antes, independiente del tipo de gobierno que haya estado en el poder, a los largos periodos de auge capitalista (1850s-1870s, 1890s-1913s, fines de 1940s-c.1970) siempre les han sucedido largos periodos de depresión capitalista (1870s-1890s, 1919-1939, c.1970 al presente). Una de las principales contribuciones de Ernest Mandel en años recientes ha sido enfatizar este patrón de desarrollo capitalista a través de ondas largas de auge y caída.
Durante las primeras dos décadas del periodo de posguerra, parecía que el reformismo finalmente había confirmado su cosmovisión política. Asistíamos a un auge sin precedentes, acompañado, y aparentemente causado, por la aplicación de medidas keynesianas para subsidiar la demanda, así como por crecientes gastos gubernamentales asociados con el Estado de bienestar. Todas las economías capitalistas avanzadas experimentaron no solo el rápido crecimiento de los salarios, sino además una importante expansión de los servicios sociales a favor de la clase trabajadora y los grupos oprimidos.
Por eso, a fines de los sesenta o comienzo de los setenta, para muchos parecía que la forma de asegurar condiciones constantes de mejoras para los y las trabajadoras era dedicarse a “la lucha de clases dentro del Estado”, o sea, a las victorias electorales/legislativas de los partidos socialdemócratas y laboristas (en Estados Unidos, el Partido Demócrata).
Pero las dos décadas siguientes desmintieron completamente esta perspectiva. La rentabilidad decreciente trajo una crisis de largo plazo en el crecimiento y la inversión. Bajo estas condiciones, uno tras otro gobierno reformista en el poder (el Partido Laborista a fines de los 70s, los Partidos Socialistas de Francia y España en los 80s y el Partido Socialdemócrata sueco en los 80s) fueron incapaces de restaurar la prosperidad utilizando los métodos tradicionales del subsidio a la demanda y concluyeron que no tenían más alternativa que aumentar la rentabilidad como única forma de aumentar la inversión y restaurar el crecimiento.
Prácticamente sin excepción, el resultado de esto fue que los partidos reformistas en el poder no solo fracasaron en defender los salarios o estándares de vida de los trabajadores contra el ataque de los empleadores, sino que además desataron potentes campañas de austeridad diseñadas para aumentar la tasa de ganancia mediante el recorte del Estado de bienestar y la reducción del poder de los sindicatos. No podía haber ningún desmentido más definitivo de las teorías económicas reformistas y la noción de autonomía del Estado. Precisamente porque el Estado no era capaz de impedir las crisis capitalistas, no podía sino revelarse como pasivamente dependiente del capital.
Por qué el reformismo no reforma
Todavía queda preguntarse por qué los partidos reformistas en el poder siguieron respetando los derechos de propiedad capitalista y buscaron restaurar las ganancias capitalistas. ¿Por qué no buscaron en cambio defender los estándares de vida y trabajo de la clase trabajadora, si fuese necesario mediante la lucha de clases? En el caso de que ese enfoque llevase a los capitalistas a abstenerse de invertir o que el capital se fugase, ¿por qué no podían entonces nacionalizar las industrias y dar pasos hacia el socialismo? Volvemos a la paradoja del reformismo.
La clave se encuentra en las peculiares fuerzas sociales que dominan la política reformista, sobre todo las dirigencias sindicales y los políticos de partidos socialdemócratas. Lo que distingue a estas fuerzas es que, aunque dependen para su propia existencia de organizaciones construidas a partir de la clase trabajadora, no son en sí mismas parte de la clase trabajadora.
Sobre todo, están alejadas de los lugares de trabajo. Encuentran su base material, su supervivencia, en el propio sindicato u organización partidaria. No es solo que reciban salario del sindicato o del partido político, aunque esto es muy importante. El sindicato o el partido define toda su forma de vida (lo que hacen, a quienes conocen) tanto como la trayectoria de su carrera.
Producto de esto, la clave para sobrevivir a las fluctuaciones en su posición material y social, es el lugar que ocupan en el mismo sindicato u organización partidaria. Mientras que la organización sea viable, pueden tener una forma de vida viable y una carrera razonable.
De este modo, la brecha entre la forma de vida del trabajador de base e incluso los dirigentes sindicales de bajo nivel es enorme. La posición económica (salarios, beneficios, condiciones laborales) de los trabajadores comunes y corrientes depende directamente del curso de la lucha de clases en el lugar de trabajo y dentro de la industria. Una lucha de clases exitosa es la única forma para defender sus estándares de vida.
A diferencia de esto, al funcionario sindical generalmente puede irle bastante bien incluso después de una derrota tras otra en la lucha de clases, siempre y cuando la organización sindical sobreviva. Es cierto que, en el larguísimo plazo, la supervivencia misma de la organización sindical depende de la lucha de clases, pero este no suele ser un factor relevante. Más pertinente es el hecho de que, en el corto plazo, especialmente en periodos de crisis de rentabilidad, la lucha de clases sea probablemente la principal amenaza a la viabilidad de la organización.
Ya que una resistencia militante al capital puede provocar una respuesta suya y del Estado que amenace la condición financiera o la existencia misma de la organización, los dirigentes sindicales generalmente buscan evitar esa resistencia de manera cuidadosa. Los gremios y partidos reformistas han buscado, históricamente, mantener a raya al capital a través de una componenda con él.
Le han asegurado al capital que aceptan el sistema de propiedad capitalista y la prioridad de la rentabilidad en la operación de la empresa. Al mismo tiempo han buscado asegurarse de que los trabajadores, dentro y fuera de su organización, no adopten formas de acción militantes, ilegales y con perspectiva clasista que puedan parecer demasiado amenazantes para el capital e invocar una respuesta violenta.
Sobre todo, habiendo descartado una lucha de clases implacable como medio para conquistar reformas, los dirigentes sindicales y los políticos parlamentarios han visto el camino electoral/legislativo como su estrategia política fundamental. De este modo, mediante la movilización pasiva de una campaña electoral, estas fuerzas esperan crear las condiciones para ganar reformas, a la vez que evitan ofender demasiado al capital en el proceso.
Esto no implica asumir la idea absurda de que los trabajadores en general están a punto de ponerse a luchar y solo son frenados por quienes los desvían de ese camino. De hecho, a menudo los trabajadores son tan conservadores como sus líderes, o aún más. El punto es que, a diferencia de los dirigentes sindicales o de partido, los trabajadores de base no pueden, a la larga, defender sus intereses sin lucha de clases.
Además, en aquellos momentos en los que los trabajadores deciden tomar cartas en el asunto y atacar a los empleadores, es esperable que los dirigentes sindicales se erijan como barreras a su lucha, para buscar desviarla o descarrilarla.
Por supuesto, los dirigentes sindicales y funcionarios de partido no son siempre adversos a la lucha de clases, y algunas veces incluso ellos mismos la inician. El punto es simplemente que, dada su posición social, no se puede confiar en que resistan. Por lo tanto, sin importar lo radical que sea la retórica de los dirigentes, ninguna estrategia debiera basarse en la suposición de que van a resistir.
Es precisamente el hecho de que no pueda contarse con dirigentes sindicales y políticos socialdemócratas para la lucha de clases, porque tienen importantes intereses materiales que se ven amenazados por los enfrentamientos con los empleadores, lo que entrega la justificación central para la construcción de organizaciones de base que sean independientes de los dirigentes (aunque puedan trabajar con ellos), así como partidos de la clase trabajadora que sean independientes.
El reformismo y el reagrupamiento hoy
Comprender el reformismo no es un ejercicio meramente académico. Afecta toda iniciativa política que tomemos. Puede verse con particular claridad con respecto a las tareas estratégicas para reunir las fuerzas anti-reformistas dentro de una organización común (reagrupamiento) tanto como la de fomentar un quiebre en el Partido Demócrata.
Hoy, como ha ocurrido durante muchos años, la mejor posibilidad que tiene Solidarity[3] para reagruparse con fuerzas de izquierda organizadas (aunque sea de manera laxa) viene de aquellos individuos y grupos que se ven a sí mismos como opositores del reformismo oficial desde la izquierda. El hecho es que muchos de estos izquierdistas, explícita o implícitamente, todavía se identifican con una aproximación a la política que esquemáticamente podríamos llamar “frentismo popular”.
Pese a que fue concebido completamente fuera del campo de la socialdemocracia organizada, el frentismo popular lleva el reformismo al nivel de sistema.
La Internacional Comunista postuló por primera vez la tesis del Frente Popular en 1935 para complementar la política extranjera de la Unión Soviética de buscar una alianza con las potencias capitalistas “liberales” para defenderse del expansionismo nazi (“seguridad colectiva”). En este contexto, los comunistas a nivel internacional plantearon la idea de que era posible para la clase trabajadora forjar una alianza muy amplia entre clases, no solo con los liberales de clase media, sino además con una fracción ilustrada de la clase capitalista, en interés de la democracia, las libertades civiles y las reformas.
La base conceptual para esta visión era que una sección ilustrada de la clase capitalista prefería un orden constitucional a uno autoritario. Además, los capitalistas ilustrados estarían dispuestos a aprobar una mayor intervención gubernamental e igualitarismo con el fin de crear las condiciones para el liberalismo, así como para asegurar la estabilidad social.
Al igual que otras doctrinas reformistas, el frente popular se basó, en términos económicos, en una teoría subconsumista de la crisis. El subconsumismo de hecho recibía una gran atención en los círculos liberales, así como socialistas-radicales, durante la década de 1930, con un impulso particularmente fuerte con la presentación y popularización de las ideas de Keynes.
En Estados Unidos, la consecuencia de la política de frente popular era integrarse al Partido Demócrata. El gobierno de Roosevelt, al incluir ciertos elementos relativamente progresistas del establishment, fue visto como un representante arquetípico del ala ilustrada del capitalismo. Y el imperativo de trabajar con los Demócratas recibió un impulso tremendo con el repentino ascenso del movimiento obrero como una fuerza potente en el país.
Los Comunistas originalmente habían conducido la organización del Congress of Industrial Organizations[4] y de hecho habían logrado un éxito espectacular en la industria automotriz en virtud de su adopción, por un periodo breve pero decisivo (entre 1935 y comienzos de 1937), de una estrategia de construcción de base similar a la que asume Solidarity hoy. En sus inicios, esta estrategia había encontrado su paralelo en el rechazo de los Comunistas a respaldar a Roosevelt.
Pero hacia 1937, muy poco después de su adopción del frente popular, que conllevaba el imperativo de no alienar el gobierno de Roosevelt, el PC había llegado a oponerse a la militancia obrera (huelgas de brazos cruzados, huelgas salvajes) en favor de la política clásicamente socialdemócrata de aliarse con el ala “izquierda” de los dirigentes sindicales.
La consecuencia de esta política fue el rechazo de la idea de que las dirigencias sindicales representaban una capa social distinta de la que era esperable que pusiera los intereses de sus organizaciones por delante de los intereses de las bases, una idea que se hallaba al centro de la política del ala izquierda de la socialdemocracia previa a la Primera Guerra Mundial (Luxemburg, Trotsky, etc.) y de la Tercera Internacional desde la época de Lenin.
En cambio, los dirigentes sindicales dejaron de ser diferenciados en términos sociales de los trabajadores de base y llegaron a ser distinguidos (unos de otros) solamente por sus alineamientos políticos (izquierda, centro, derecha).
Este enfoque calza muy bien con el objetivo estratégico de los Comunistas de lograr que los sindicatos industriales recién nacidos ingresen al Partido Demócrata. Por supuesto, a gran parte de la dirigencia sindical le parecía bastante bien destacar su rol político dentro de la emergente ala reformista del Partido Demócrata, especialmente en comparación con su rol económico mucho más peligroso de organizar a sus afiliados para combatir a los empleadores.
La política dual de aliarse con los dirigentes de “izquierda” dentro del movimiento sindical y trabajar por reformas a través de medios electorales/legislativos dentro del Partido Demócrata (idealmente junto a los líderes sindicales progresistas) sigue siendo hasta hoy tremendamente atractiva para gran parte de la izquierda.
Una perspectiva de base
En los sindicatos, durante la década de 1970, quienes representaban las tendencias que eventualmente terminaron dentro de Solidarity se vieron obligadas a contraponer la idea del movimiento de base independiente con respecto a los dirigentes sindicales a la idea frentepopulista, sostenida por una buena parte de la izquierda, de respaldar a la dirigencia “progresista” existente.
Esto implicaba, en primer lugar, contrarrestar la idea de que los dirigentes sindicales progresistas eventualmente se verían obligados a moverse a la izquierda y oponerse a los empleadores, aunque solo fuese para defender sus organizaciones.
Los revolucionarios planteaban que, por el contrario, precisamente por la virulencia de la ofensiva de los empleadores, los dirigentes sindicales en gran parte harían concesiones con el fin de evitar la confrontación con ellos. Permitirían, por lo tanto, el desmantelamiento pieza a pieza del movimiento de trabajadores de manera virtualmente indefinida.
Esta perspectiva ha sido más que confirmada, ya que los dirigentes en su mayoría se han quedado de brazos cruzados a medida que el movimiento de concesiones ha alcanzado magnitudes gigantescas, y la proporción de trabajadores sindicalizados disminuyó desde 25-30% en los sesenta a 10-15% hoy [1993].
De manera igualmente relevante, los revolucionarios en el movimiento sindical tuvieron que contrarrestar la idea frentepopulista de que los dirigentes sindicales estaban “a la izquierda de las bases”. Si hablabas con muchos izquierdistas en ese periodo, tarde o temprano te salían con el argumento de que las bases eran políticamente retrógradas.
Después de todo, muchos dirigentes sindicales “progresistas” se opusieron a la intervención en Centroamérica (y en otros lugares) con mayor firmeza que sus afiliados, apoyaron con mayor claridad la expansión del Estado de bienestar, e incluso, en algunos casos, respaldaron la idea de un partido obrero.
Nuestra respuesta a este argumento fue contrastar lo que los dirigentes sindicales “progresistas” estaban dispuestos a hacer verbalmente, “políticamente”, donde hay relativamente muy poco en juego, con lo que estaban dispuestos a hacer para combatir a los patrones, donde virtualmente todo puede estar en juego. A William Winpisinger, conocido líder de la IAM,[5] no le costaba prácticamente nada ser militante de DSA y promulgar una visión de mundo socialdemócrata virtualmente perfecta con respecto a cuestiones como la reconversión de la economía, un sistema nacional de salud y cosas similares.
Pero cuando se trataba de la lucha de clases, afirmábamos nosotros, Winpisinger no solo se planteó claramente en contra de los Teamsters for a Democratic Union,[6] sino que además envió a sus maquinistas a cruzar el piquete de huelga en la crucial paralización de PATCO (controladores aéreos).
Durante la década pasada o más, muchos izquierdistas han roto con la Unión Soviética o China y se han abierto a re-examinar toda su visión política. Pero esto no significa que automáticamente se acerquen a nuestras posiciones, puesto que su estrategia política frentepopulista se corresponde de maneras claves con una tendencia política todavía (relativamente) poderosa y coherente: el reformismo socialdemócrata.
Si queremos ganarnos a estos compañeros y compañeras, tendremos que demostrarles, sistemáticamente y con detalle, que su tradicional estrategia frentepopulista de trabajar con la “izquierda” de los sindicatos y penetrar el Partido Demócrata es, en efecto, contraproducente.
Una acción política independiente
En varios momentos de la campaña electoral,[7] elementos importantes dentro de las dirigencias del movimiento afroamericano, del movimiento de mujeres e incluso del movimiento sindical, proclamaron que les gustaría ver una alternativa política viable al Partido Demócrata. Parecía que, repentinamente, sus declaraciones de intenciones volvían mucho más real el proyecto de una API (“Acción Política Independiente”). Estas personas son indispensables, en este punto, prácticamente para cualquier esfuerzo de un tercer partido, por la simple razón de que la gran mayoría de los activistas negros, mujeres y sindicales los buscan a ellos y ellas, y a nadie más, para su liderazgo político. Pero ¿realmente se toman en serio la idea de una API?
En cierto sentido, es obvio que todas estas fuerzas necesitan una acción política independiente. El Partido Demócrata durante mucho tiempo ha buscado hacer más para mejorar la rentabilidad capitalista y actúa cada vez menos a favor de los trabajadores, las mujeres y las minorías oprimidas. Por lo tanto, les sirve cada vez menos a los liderazgos establecidos de los movimientos sindicales, de negros y mujeres que, después de todo, trabajan dentro del Partido principalmente para ganar algo para sus comunidades.
A la dirigencia oficial de estos movimientos sin duda le encantaría que existiera un tercer partido viable. Pero esta es la paradoja de su estrato social y de sus políticas reformistas: son incapaces de hacer todo lo necesario para crear las condiciones en las que pueda emerger dicho partido.
Es difícil imaginar cómo podrían alcanzarse estas condiciones si no es mediante la revitalización de los movimientos sociales, sobre todo del movimiento sindical, a través del crecimiento de la combatividad y la unidad en la lucha dentro del movimiento sindical y más allá. Una nueva dinamización de los movimientos de masa podría proporcionar la base material, por decirlo así, para la transformación de la conciencia política que podría producir un tercer partido con éxitos electorales. Pero son precisamente estos movimientos los que los liderazgos establecidos tienen miedo de crear.
Por otro lado, ante la ausencia de un salto masivo en la actividad y conciencia de los movimientos de masas, no tiene absolutamente ningún sentido para los liderazgos establecidos romper con los Demócratas. Estos elementos toman el camino electoral con extrema seriedad; ya que es su principal medio para asegurar ganadas para sus electorados. Y la condición sine qua non para las ganadas a través del camino electoral es muy claro: la victoria electoral. Sin victoria electoral, nada es posible.
El problema es que, en el futuro previsible, ningún tercer partido tendría la posibilidad de ganar. La conciencia política no ha alcanzado ese lugar todavía. Además, los terceros partidos se hallan en particular desventaja en un sistema electoral tipo “el ganador se lo lleva todo”.[8]
En esta situación, los liderazgos establecidos del movimiento sindical, negro y de mujeres se hallan en un doble vínculo: no pueden romper con los Demócratas hasta que se presenten las condiciones que puedan prometer una victoria electoral para un tercer partido; pero no pueden crear las condiciones para un tercer partido sin renunciar, probablemente por un periodo significativo, a sus métodos establecidos de conseguir ganadas a través de la vía electoral.
Desafortunadamente, no resulta para nada sorprendente que las partidarias más serias de un quiebre hacia un tercer partido dentro de los liderazgos más establecidos de dichos movimientos, que son los del movimiento de mujeres, se hayan mostrado mucho menos interesadas en “su propio” Partido del Siglo Veintiuno que en las candidaturas del Partido Demócrata de Carole Moseley Braun, Barbara Boxer e incluso Dianne Feinstein.
Así como cualquier reactivación del movimiento sindical, los movimientos sociales y la izquierda depende de un quiebre y una confrontación con las fuerzas sociales y políticas que sostienen el reformismo, lo mismo debe ocurrir con el proyecto de construir un nuevo partido a la izquierda de los Demócratas.
Robert Brenner es editor de Against The Current. Este artículo se basa en una charla presentada en una mesa redonda de la Escuela de Verano de Solidarity 1992. Otras dos presentaciones de ese panel, de Joanna Misnik y Manuel Aguilar Mora, aparecieron en ATC 40. [nota del original]
Publicado en Against The Current 43 (Marzo – Abril 1993)
https://solidarity-us.org/atc/43/p4958/
Notas
[1] Referencia al problema de una tercera fuerza política, distinta del Partido Republicano y el Partido Demócrata, en Estados Unidos. Esta cuestión ha cobrado una renovada relevancia luego de las campañas de Bernie Sanders en 2016 y 2019, independiente dentro del Partido Demócrata y apoyado por fuerzas que no forman parte del complejo partidario demócrata, tales como Democratic Socialists of America (DSA) y Working Families Party.
[2] Una frase atribuida al Presidente de la Corporación General Motors, Charles E. Wilson, en 1953.
[3] Solidarity es una organización socialista, feminista y anti-racista de Estados Unidos.
[4] Congreso de Organizaciones Industriales, federación de sindicatos industriales de Estados Unidos y Canadá fundado en 1935. En 1955 se fusionó con la Federación Estadounidense del Trabajo (American Federation of Labor, AFL) para formar el principal complejo sindical del país hasta hoy, AFL-CIO.
[5] International Association of Machinists and Aerospace Workers (“Asociación Internacional de Maquinistas y Trabajadores del Aeroespacio”).
[6] “Camioneros por un Sindicato Democrático”, organización sindical de base formada en la década de 1970 para disputar la conducción de la tristemente conocida International Brotherhood of Teamsters (IBT), conocida por las prácticas corruptas y mafiosas de su dirigente histórico, Jimmy Hoffa.
[7] Se refiere a la campaña presidencial de 1992, en la que ganó Bill Clinton.
[8] Se trata de un sistema de escrutinio en el que resulta elegido el o la candidata que obtenga más votos, independiente de si alcanza una mayoría absoluta.
Robert Brenner es profesor de Historia y director del Center for Social Theory and Comparative History en UCLA. Es autor de "La expansión económica y la burbuja bursátil" (Akal, 2003), "La economía de la turbulencia global" (Akal, 2009), "Mercaderes y revolución" (Akal, 2011) y ha coeditado el volumen "Rebel Rank and File. Labor Militancy and Revolt from Below During the Long 1970s" (2010).