Tarsila do Amaral (1933) Operários

¿Qué es lo realmente inadmisible? Una opinión de Solidaridad.

en Coyuntura

Desde hace algunos días las intervenciones del presidente y sus co-gobernantes, incluida recientemente la ex asesora de Piñera y actual presidenta del Tribunal Constitucional María Luisa Brahm,[1] han intentado problematizar y criticar la labor del Congreso en la tramitación de ciertos proyectos de ley, señalando que existen en ellos cuestiones de forma o fondo que denotarían falta de conformidad con la Constitución vigente. Con mayor insistencia y en particular, Piñera ha pretendido poner en duda el sistema de control que establece la Constitución para el trámite legislativo, señalando que el funcionamiento del Congreso, al admitir a tramitación ciertos proyectos de ley que implican gasto presupuestario, no estaría respetando de forma integral el texto constitucional respecto a que hay ciertas materias que son de exclusiva iniciativa presidencial, proponiendo la creación de una “comisión de expertos” que estudie una posible reforma a este sistema de admisibilidad de los proyectos de ley. Considerando que el veto presidencial o el recurso al Tribunal Constitucional son formas de declarar la inconstitucionalidad de una ley tramitada y aprobada por el Congreso, una reforma de este tipo a la admisibilidad supondría, en pocas palabras, una censura previa al debate parlamentario, frenando preventivamente la discusión sobre temas que excedan los estrechos marcos constitucionales.

En este sentido, cabe clarificar brevemente el sistema con que se crean las leyes en base a la Constitución Política vigente. Existen, primero, diversos rangos o jerarquías entre las leyes, reglamentos y decretos, por lo que su procedimiento de generación normativa dependerá de la jerarquía de la ley dentro de la estructura piramidal con que ellas se organizan. Según su propio texto, en tal estructura la Constitución se encontraría en la cúspide jerárquica de las normas, “bañando” de legalidad todos los cuerpos normativos inferiores (de aquí el manoseado concepto de constitucionalidad/inconstitucionalidad que el Ejecutivo utiliza, como estándar de sujeción al texto fundamental del país), variando, dentro de las leyes, el quórum que se necesita en el Congreso para su aprobación, o variando quién tiene la potestad para dar comienzo a la tramitación legislativa (Congreso o presidente, y respectivamente, mensaje parlamentario o moción presidencial). En este último ámbito, en nuestro país el Presidente cuenta con amplias potestades para dictar reglamentos y decretos (desde detallar los aspectos más fundamentales de una ley, como lo hizo Michelle Bachelet por ejemplo al reglamentar arbitrariamente la Ley 20.000 en su primer gobierno, hasta indultar/amnistiar directamente a una persona por los delitos que hubiere cometido, como hizo Piñera con condenados de Punta Peuco en 2018) y, cuestión que nos ocupa en esta columna, además tiene la iniciativa exclusiva respecto de las leyes que regulan las materias más elementales para la organización administrativa del país. Desde el modo en que se emplea el gasto presupuestario hasta la forma en que se hace la subdivisión de los territorios nacionales en regiones: sólo el presidente puede convocar al parlamento a votar y sancionar normas de jerarquía legal a su respecto.

En este contexto de un régimen híper-presidencialista, por ende autoritario como pocos en el mundo, es que Sebastián Piñera ha alertado sobre una pretendida inconstitucionalidad de las leyes y de los controles que determinan cuando éstas son o no admisibles a tramitación en el Congreso, intentando desviar la discusión hacia cuestiones procedimentales, rehuyendo el fondo del que tratan las leyes (en el contexto actual, la ausencia de prestaciones sociales mínimas en contextos de crisis social y sanitaria), y situando a la oposición parlamentaria (cuya representatividad se encuentra en vilo desde octubre de 2019) y su sujeción a una Constitución diseñada en dictadura, como únicos interlocutores y criterios para valorar la legitimidad de las leyes. Las declaraciones de Piñera develan el comportamiento sintomático de los defensores de una estructura jurídico-política en su base ilegítima, donde su insistencia en el respeto por la Constitución y el discurso de la “seguridad nacional” (y el Estado de Derecho) son maniobras demagógicas que buscan velar el real contenido ideológico de este gobierno como garante y sustento del control que ejercen los sectores empresariales sobre el conjunto de la sociedad.

Con las declaraciones del gobierno se busca resaltar únicamente el carácter conservador del derecho político, poniendo el énfasis en los mecanismos de control que sujetan la actividad legislativa a la normativa vigente para así reemplazar el debate real y sustantivo, y desviando el foco de la disputa política en torno a los proyectos de sociedad contenidos en tales discusiones por una cuestión de operatividad de la actividad legislativa. Y, como ya señalamos, esta actividad se desarrolla sobre una base de ilegitimidad desde 1973 en adelante, toda vez que el funcionamiento seudo-democrático posterior solo ha interactuado entre formas más o menos autoritarias de constitución normativa,[2] sin considerar, más que para un uso instrumental y censitario, la participación efectiva y directa de las personas en su propia normación y autogobierno. Los ejemplos sobran: la legislación sobre bienes comunes como el agua, el cobre, la pesca y sobre prestaciones sociales mínimas como la vivienda, salud, previsión social y educación, demuestran que la actividad legislativa en el marco de la CPR actual no ha ido profundizando ni mejorando su acceso por la población, sino que tales “derechos” han sido sistemáticamente conculcados por la estructura levantada por la dictadura y sus continuadores “democráticos”, privación general que ha favorecido y enriquecido grotescamente a la clase dominante, con la consecuente pobreza que hoy asola nuestros territorios (mucho tiempo y en gran medida ocultada por medio del crédito y la proliferación de un severo endeudamiento de nuestras familias).

Ante este escenario de cuestionamientos internos hacia una estructura política, cultural y económica que no existe para la dignidad de la clase trabajadora sino para la perpetuación de los intereses y el control del empresariado, se vuelve urgente una imaginación política radical que trascienda los estrechos límites, no solo de la Constitución de 1980, sino de la forma misma de la representación política.

Ante este escenario de diálogos espurios entre agentes que no representan los intereses de los pueblos que habitan Chile, son estos mismos pueblos, y sus más diversas expresiones sociales y políticas, los únicos llamados a levantar un proceso de auto-organización y un horizonte de transformaciones estructurales que permitan profundizar la crisis política que se evidencia en este enfrentamiento de poderes del Estado.

Ante este vaciamiento de la política nacional reemplazada por la mera administración del aparato público, los más elementales ejercicios de deliberación territorial (desde la organización comunitaria de la subsistencia hasta las instancias de debate constituyente) se presentan no únicamente como un testimonio de resistencia, sino además como el germen de una alternativa política desde abajo.

El proceso destituyente/constituyente abierto desde abajo el 18 de octubre hace posible visualizar ese potencial con mayor claridad, en la medida en que es una disputa concreta del sentido y alcance de lo que entendemos por participación política. La autodefensa en las protestas, la organización de los territorios, el programa contra la precarización de la vida del movimiento feminista, las resistencias al extractivismo, la lucha centenaria e indeclinable del pueblo mapuche, y la instalación masiva de la demanda de una Asamblea Constituyente, han arrojado más luces sobre la forma y el contenido de una democracia verdaderamente popular y transformadora que años de ejercicio legislativo bajo los términos establecidos por la Constitución.

Así, desde octubre, la misma actividad del pueblo ha demostrado lo que es admisible y lo que es inadmisible, tanto en sus demandas como en sus formas de organización, y su validación práctica y simbólica de la autodefensa de masas ha sido hasta ahora la mejor “garantía” de una vida digna. En medio de la pandemia, la verticalidad y el centralismo se presentan como las formas más puras del carácter de clase del Estado de Chile y con ello del control empresarial sobre el régimen político, y con ello demuestran una vez más que el Estado no es capaz de enfrentar una crisis sanitaria y económica de esta magnitud. Si no fuese por el tejido comunitario construido desde octubre, la situación sería mucho peor.

En este contexto en el que la defensa de la actual Constitución es la excusa para desviar el debate político sustantivo, es tarea fundamental vincular la agenda política constituyente con la agenda social contra la precarización de la vida. Esta coyuntura nos muestra claramente que la única posibilidad de que el empresariado no descargue el peso de la crisis sanitaria y económica sobre los hombros de los pueblos es que la propia actividad popular desarrolle la capacidad, la masividad y la combatividad que permitan que el proceso constituyente no sea solo la redacción de una nueva Constitución (y con ello la apertura de un periodo de disputa en torno a los contornos políticos de la República), sino el proceso de constitución de la capacidad de expropiar sistemáticamente las prerrogativas políticas y económicas del Estado, hoy concentradas en el Ejecutivo.

En el marco de esta disputa política, adquiere pleno sentido la propuesta que ha surgido desde algunas asambleas territoriales, la Coordinadora Feminista 8M, Unidad Social y el Colegio de Profesores, entre otras, de levantar una Asamblea Popular Constituyente, que articule al conjunto de las fuerzas sociales y políticas que se han organizado en torno a la impugnación del régimen chileno, para construir un programa de transformaciones estructurales de mediano y largo plazo, con perspectiva anticapitalista y feminista, que se expresen en mandatos constituyentes que puedan ser disputados en el camino hacia el proceso institucional y en una eventual Convención Constitucional, tanto dentro como fuera del itinerario constitucional. En pocas palabras, lo verdaderamente inadmisible es el conjunto del régimen político y social en Chile, y no solo la formalidad de los procedimientos legislativos o los alcances de las iniciativas parlamentarias.

Notas


[1] “Hoy en la Constitución están las reglas que permiten guiar el futuro. Si se debilitan, no se respetan o se declaran muertas, dicho futuro se ensombrece. Este es el momento en que debe regir más que nunca el orden constitucional que nos hemos dado”. https://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2020/06/24/en-medio-de-la-pugna-entre-pinera-y-el-congreso-la-presidenta-del-tc-sale-a-pedir-respeto-integral-a-la-constitucion/

[2] Nos referimos a que la CPR siempre dará la opción de moverse dentro de un marco autoritario por cómo funciona la figura del presidente, cuestión que no quiso cambiar ningún gobierno posterior a 1990. Lo que se ha hecho más bien es conservar y mantener intacto el núcleo procedimental con que se instituyen las normas. Es decir, la CPR da margen al autoritarismo y todos los gobiernos lo han querido conservar así.

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