Hiro Yamagata, Poet, 1984

Tres textos sobre el problema de la acción de masas y la organización política Lenin, Gramsci y Mattick

en Clásicos del pensamiento socialista/Debate

Es posible articular un pensamiento socialista. Sabemos, sin embargo, que el socialismo no goza de prestigio ni los socialistas son una corriente de militantes numerosa ni de gran influencia. En ese contexto, otra vez, se habla de “crisis”, “renovación”, “crítica”, cuestionamientos sobre las premisas del socialismo, preguntas por los contornos y fisonomías que asume un horizonte estratégico inspirado por él. Acaso esta sea, pese a todo, una condición de vitalidad emancipatoria. Una ciencia, o para ser más modestos, un conocimiento que es siempre resultado de la interrogación radical por sus premisas. Ninguna crisis de conocimiento es, por tanto, necesariamente una evidencia de abatimiento. Pero tampoco es inevitablemente un signo de buena salud. La posibilidad de un pensamiento socialista actual será un esfuerzo de voluntad, una tarea no sólo de diálogo con la realidad de la cual brota, sino también un profundo examen de conciencia y debate con todas y todos los pensadores socialistas que nos anteceden.

            De esta manera, las temáticas de apertura son múltiples. Afortunadamente es y será así, pese a la tendencia a “fijar” campos del pensamiento socialista como si se tratara de una enciclopedia, un “gran manual” que contiene el tiempo humano.

            Hemos escogido el problema de las “masas” y la organización política. Primero, porque queremos rehabilitar el sentido activo de esta palabra y lo que designa, su iniciativa histórica, su papel gravitante en el destino social. Así lo entendieron los clásicos, quienes a pesar de sus matices reconocían en las masas trabajadoras un profundo agente de cambio, y la piedra angular desde donde se articulan sujetos políticos en perspectiva revolucionaria. Segundo, porque nos parece problemática esa forma política que en las masas un reservorio de legitimidad, aprobación, respaldo, y que no ve en ellas densidad ni el pulso de la vida social abriendo constantemente perspectivas. Por último, interesan las múltiples visiones que establecen las organizaciones políticas: ¿Se plantean como exterioridad, o una “parte” de las masas? ¿Cuál es el sentido de la diferenciación ontológica, política, histórica entre ambas con las que muchas veces se opera? Lo decisivo es que esta es una problemática de importancia, toda vez que las modalidades en que se organiza el vínculo y la diferencia organización política-masas trabajadoras condiciona el desarrollo futuro de las fuerzas que hoy se están configurando. Así, Lenin, Gramsci y Mattick, con diferencias evidentes entre sí, esclarecen varios puntos al respecto. Pese a que las realidades cambian, posiblemente algunos problemas políticos se han reflexionado ya, e incluso con mayor profundidad que la actual. En el pensamiento socialista hay cambios, pero también continuidades.

            Es por ello que inauguramos, además, esta nueva sección de la revista, para pesquisar críticamente esas continuidades, indagar sus posibilidades estratégicas, sus límites y obsolescencias también. No nos interesan los mausoleos ni los panteones, esperamos poder aportar en esa dirección confiando en la fuerza emancipatoria de toda práctica teórica revolucionaria.

Comité Editorial

V. I. Lenin

PREFACIO A LA TRADUCCION RUSA DE LAS CARTAS DE C. MARX A L. KUGELMANN

(1907)

Al editar en un folleto la recopilación completa de las cartas de Marx a Kugelmann, que aparecieron en el semanario socialdemócrata alemán Neue Zeit, nos proponemos dar a conocer más íntimamente al público ruso a Marx y el marxismo. En la correspondencia de Marx ocupan un lugar destacado, como era de esperar, los temas personales. Para un biógrafo, todo esto constituye un material muy valioso. Mas para el público en general y, particularmente, para la clase obrera de Rusia, son infinitamente más importantes aquellos pasajes de las cartas que contienen materiales de carácter teórico y político. En nuestro país, precisamente en la época revolucionaria en que vivimos, es muy instructivo profundizar en un material que testimonia cómo Marx se hacía eco inmediato de todos los problemas del movimiento obrero y de la política mundial. Tiene completa razón la redacción de Neue Zeit al afirmar que “nos eleva el conocimiento directo de aquellos hombres, cuyas ideas y voluntad se formaron en las circunstancias de grandes revoluciones”. En 1907, para los socialistas rusos, este conocimiento es doblemente necesario, ya que les proporciona multitud de las más valiosas enseñanzas acerca de las tareas inmediatas de los socialistas en todas y cada una de las revoluciones por las que atraviesa su país. Rusia pasa precisamente en nuestros días por una “gran revolución”. La política seguida por Marx en los años relativamente tempestuosos de la década del 60 debe servir, con muchísima frecuencia, de modelo directo para la política socialdemócrata en la actual revolución rusa.

    Por lo tanto, nos permitiremos señalar, con la mayor brevedad, los pasajes de la correspondencia de Marx de especial importancia en el sentido teórico, y detenernos con más detalle en su política revolucionaria, como representante del proletariado.

    Desde el punto de vista de la comprensión más completa y profunda del marxismo, tiene un interés notable la carta del 2 de julio de 1868. Marx expone en ella con extraordinaria claridad, en forma de réplicas polémicas contra los economistas vulgares, el concepto suyo acerca de la llamada teoría del valor “del trabajo”. Marx analiza aquí, de un modo breve, sencillo y muy claro, precisamente aquellas objeciones contra su teoría del valor que, con la mayor naturalidad, surgen en la mente de los lectores menos preparados de El Capital y que, por lo mismo, son recogidas con gran celo por los mediocres representantes de la “ciencia académica” burguesa. Marx explica en esta carta el camino que él tomo y el que es necesario tomar para interpretar la ley del valor. En el ejemplo de las objeciones más comunes, Marx enseña cuál es su método. Descubre la relación existente entre un problema tan meramente teórico y abstracto (al parecer) como el de la teoría del valor y “los intereses de las clases dominantes”, que exigen “eternizar la confusión”. Sólo es de desear que cada uno de los que aborden el estudio de Marx y la lectura de El Capital, lea y relea la carta a la que nos referimos, al mismo tiempo que estudie los primeros y más difíciles capítulos de El Capital.

    Otros pasajes de las cartas, especialmente interesantes desde el punto de vista teórico, son las opiniones de Marx sobre diversos escritores. Cuando uno lee estos juicios de Marx, escritos en un lenguaje vivaz, llenos de pasión, que revelan su inmenso interés por todas las grandes corrientes ideológicas y por su análisis, se tiene la impresión de estar oyendo la palabra del genial pensador. Además de las opiniones manifestadas de paso sobre Dietzgen, merece especial atención de los lectores la apreciación hecha de los proudhonistas. La “brillante” juventud intelectual procedente de las filas de la burguesía, que se lanza “hacia el proletariado” en los períodos de ascenso social, pero que es incapaz de penetrar las concepciones de la clase obrera y trabajar tenaz y seriamente “en las filas y en la línea” de las organizaciones proletarias, está pintada sólo con unos cuantos trazos, pero de una claridad asombrosa.

    De pronto una referencia a Dühring, que parece presagiar el Anti-Dühring, la famosa obra de Engels (y de Marx) escrita nueve años más tarde. Existe una traducción rusa de dicha obra, hecha por Tsederbaum, que, por desgracia, además de omisiones contiene errores y es sencillamente una mala traducción. Hay allí mismo una mención de Thünen, que afecta también a la teoría de la renta de Ricardo. Ya por aquel entonces, en 1868, Marx rechazaba resueltamente los “errores de Ricardo”, refutados definitivamente en el tercer tomo de El Capital, aparecido en 1894, errores que hasta hoy día son repetidos por los revisionistas, empezando por nuestro ultraburgués e incluso centurionegrista señor Bulgákov, y terminando por el “casi ortodoxo” Máslov.

    Es interesante también la opinión de Marx sobre Büchner con la apreciación sobre el materialismo vulgar, así como de la “palabrería superficial” copiada de Lange (¡fuente habitual de la filosofía “profesoral” burguesa!).

    Veamos ahora la política revolucionaria de Marx. En Rusia adquirió una difusión asombrosa entre los socialdemócratas cierto concepto filisteo sobre el marxismo, según el cual el período revolucionario, con sus formas especiales de lucha y las tareas particulares del proletariado, constituye casi una anomalía, mientras que la “constitución” y la “oposición extrema” son la regla. Ningún país del mundo atraviesa ahora por una crisis revolucionaria tan profunda como Rusia y en ningún otro país existen “marxistas” (que rebajen y vulgaricen el marxismo) que asuman una posición tan escéptica y filistea frente a la revolución. ¡Del hecho de que el contenido de la revolución es burgués, llegan a la conclusión trivial de que la burguesía es la fuerza motriz de la revolución, de que las tareas del proletariado en la misma son auxiliares, no independientes, y de que es imposible que el proletariado dirija la revolución!

    ¡De qué modo desenmascara Marx en sus cartas a Kugelmann este concepto trivial acerca del marxismo! He aquí la carta del 6 de abril de 1866. Marx, a la sazón, daba término a su obra principal. Su opinión definitiva sobre la revolución alemana de 1848, ya la había dado 14 años antes de que fuese escrita esta carta. En 1850, Marx mismo se había despojado de sus ilusiones socialistas sobre la proximidad de la revolución socialista en 1848. Y en 1866, al comenzar a observar las nuevas crisis políticas en maduración, escribió:

    “¿Comprenderán, por fin, nuestros filisteos (se trata de los liberales burgueses de Alemania) que sin una revolución que elimine a los Habsburgo y Hohenzollern, las cosas llevarán, en fin de cuentas, a una nueva Guerra de los Treinta Años?”.

    Ni la menor ilusión de que la próxima revolución (que se llevó a cabo desde arriba y no desde abajo, como esperaba Marx) eliminaría a la burguesía y el capitalismo. No hacía más que señalar de una manera clara y precisa que dicha revolución eliminaría a las monarquías prusiana y austríaca. ¡Y qué fe en esta revolución burguesa! ¡Qué pasión revolucionaria de luchador proletario que comprende el enorme papel de la revolución burguesa para el avance del movimiento socialista!

    Tres años más tarde, en vísperas del hundimiento del imperio napoleónico en Francia, al señalar la existencia de un movimiento social “muy interesante”, Marx manifiesta con verdadero entusiasmo que “los parisienses comienzan a estudiar su reciente pasado revolucionario con vistas a prepararse para la nueva lucha revolucionaria inminente”. Describiendo la lucha de clases que se ha revelado del estudio de este pasado, Marx concluye: “¡Y hierve la caldera de las hechiceras de la Historia! ¡Cuándo llegaremos nosotros (en Alemania) a tal estado!”

    Esto es lo que deberían aprender de Marx los intelectuales marxistas rusos, postrados por el escepticismo y atontados por la pedantería, propensos a los discursos de arrepentimiento y que se cansan rápidamente de la revolución y sueñan, como si fuese una fiesta, con el entierro de la revolución para sustituirla por la prosa constitucional. Deberían aprender del jefe y teórico de los proletarios a tener fe en la revolución, a saber llamar a la clase obrera a defender hasta el fin sus tareas revolucionarias inmediatas, a mantener firme el espíritu, sin llegar a los lloriqueos pusilánimes ante los reveses temporales de la revolución.

    ¡Los pedantes del marxismo piensan que todo esto es charlatanería ética, romanticismo, falta de realismo! ¡No, señores! Esto es unir la teoría revolucionaria con la política revolucionaria, unión sin la cual el marxismo se convierte en brentanismo, en struvismo, en sombartismo. La doctrina de Marx fundió en un todo indisoluble la teoría y la práctica de la lucha de clases. Y no es marxista quien deforma una teoría que constata serenamente la situación objetiva, para justificar la situación existente, llegando al deseo de adaptarse cuanto antes a cada declive temporal de la revolución, de abandonar lo más rápidamente posible las “ilusiones revolucionarias” y dedicarse a pequeñeces “reales”.

    Marx era capaz de sentir la proximidad de la revolución y elevar al proletariado hasta la conciencia de sus tareas revolucionarias progresivas en la época más pacífica, que podría parecer, según expresión suya, “idílica” o “desconsoladoramente estancada” (según la redacción de Neue Zeit ). En cambio, nuestros intelectuales rusos, que simplifican a Marx de modo filisteo, ¡aconsejan al proletariado, en la época de mayor auge de la revolución, que realice una política pasiva, que se deje llevar sumiso “por la corriente”, que apoye tímidamente a los elementos más vacilantes del partido liberal en moda!

    La apreciación que Marx hace de la Comuna de París corona sus cartas a Kugelmann. Y esta apreciación es particularmente instructiva si la comparamos con los métodos empleados por los socialdemócratas rusos del ala derecha. Plejánov, que después de diciembre de 1905 exclamó con pusilanimidad: “¡No se debía haber empuñado las armas!”, tenía la modestia de compararse con Marx, afirmando que también Marx frenaba la revolución en 1870.

    Sí, también Marx la frenaba. Pero fíjense en el abismo que hay entre Plejánov y Marx en la comparación hecha por el primero.

    En noviembre de 1905, un mes antes de que llegase a su punto culminante la primera ola revolucionaria rusa, Plejánov no sólo no advertía resueltamente al proletariado, sino que, por el contrario, afirmaba sin ambages que era necesario aprender a manejar las armas y armarse. Pero cuando un mes más tarde estalló la lucha, Plejánov, sin hacer el menor intento de análisis de su papel e importancia en la marcha general de los acontecimientos, de su enlace con las formas anteriores de lucha, se apresuró a pasar por un intelectual arrepentido gritando: “No se debía de haber empuñado las armas”.

    En septiembre de 1870medio año antes de la Comuna, Marx advirtió francamente a los obreros franceses, en su famoso llamamiento de la Internacional que la insurrección sería una locura. Puso al descubierto de antemano las ilusiones nacionalistas respecto a la posibilidad de un movimiento en el espíritu del de 1792. Supo decir muchos meses antes, y no ya después de los acontecimientos: “No se debe empuñar las armas”.

    Pero, ¿qué posición asumió Marx cuando esta obra desesperada, según su propia declaración de septiembre, empezó a tomar vida en marzo de 1871? ¿Acaso Marx aprovechó esta ocasión (como lo hizo Plejánov con respecto a los acontecimientos de diciembre) únicamente en “detrimento” de sus adversarios, los proudhonistas y blanquistas que dirigían la Comuna? ¿Acaso se puso a gruñir como una preceptora: “ya decía yo, ya les advertía, y ahí tenéis vuestro romanticismo, vuestros delirios revolucionarios”? ¿Acaso Marx se dirigió a los comuneros como Plejánov a los luchadores de diciembre con su sermón de filisteo autosatisfecho: “No se debía de haber empuñado las armas”?

    No. El 12 de abril de 1871 Marx escribió una carta llena de entusiasmo a Kugelmann, carta que con gran placer colgaríamos en la casa de cada socialdemócrata ruso, de cada obrero ruso que supiera leer.

    Marx, que en septiembre de 1870 había calificado la insurrección de locura, en abril de 1871, al ver el carácter popular y de masas del movimiento, lo trata con la máxima atención de quien participa en los grandes acontecimientos que marcan un paso adelante en el histórico movimiento revolucionario mundial.

    Esto -dice Marx- es un intento de destrozar la máquina burocrática militar, y no simplemente de entregarla a otras manos. Y canta un verdadero hosanna a los “heroicos ” obreros de París, dirigidos por proudhonistas y blanquistas. “¡Qué flexibilidad -escribió Marx-, qué iniciativa histórica y qué capacidad de sacrificio tienen estos parisienses!”. “La historia no conoce todavía ejemplo de heroísmo semejante”.

    La iniciativa histórica de las masas es lo que más aprecia Marx. ¡Oh, si nuestros socialdemócratas rusos aprendieran de Marx a valorar la iniciativa histórica de los obreros y campesinos rusos en octubre y diciembre de 1905!

      A un lado, el homenaje a la iniciativa histórica de las masas por parte del más profundo de los pensadores, que supo prever medio año antes el revés; y al otro, el rígido, pedantesco, falto de alma: “¡No se debía de haber empuñado las armas!” ¿No se hallan acaso tan distantes como la tierra del cielo?

    Y en su calidad de participante en la lucha de masas, en la que intervino con todo el entusiasmo y pasión que le eran inherentes, desde su exilio en Londres, Marx emprende la tarea de criticar los pasos inmediatos de los parisienses “valientes hasta la locura” y “dispuestos a tomar el cielo por asalto”.

    ¡Oh, cómo se habrían mofado entonces de Marx nuestros actuales sabios “realistas” de entre los marxistas que, en 1906-1907 se mofan en Rusia del romanticismo revolucionario! ¡Cómo se habría burlado esta gente del materialista, del economista, del enemigo de las utopías que admira el “intento” de tomar el cielo por asalto! ¡Cuántas lágrimas, cuántas risas condescendientes, cuánta compasión habrían prodigado todos estos hombres enfundados respecto a las tendencias motinescas, utopistas, etc., etc., con motivo de semejante apreciación del movimiento dispuesto a asaltar el cielo!

    Pero Marx no estaba penetrado de la “archisabiduría de los albures”, que temen analizar la técnica de las formas superiores de la lucha revolucionaria, y analizó precisamente estas cuestiones técnicas de la insurrección. ¿Defensiva u ofensiva?, pregunta, como si las operaciones militares se desarrollasen a las puertas de Londres. Y responde: sin falta, la ofensiva, “se debía haber emprendido inmediatamente la ofensiva contra Versalles. . .

    Esto lo escribía Marx en abril de 1871, unas semanas antes del grande y sangriento mes de mayo.

    Los insurrectos que se lanzaron a la obra “loca” de tomar el cielo por asalto (septiembre de 1870) “debieron haber emprendido inmediatamente la ofensiva contra Versalles”.

    “No se debía de haber empuñado las armas” en diciembre de 1905, para defenderse por la fuerza contra los primeros intentos de arrebatar las libertades conquistadas.

    ¡Sí, no en vano se comparaba Plejánov con Marx!

    “Segundo error -continúa Marx en su crítica técnica-: el Comité Central” (es decir, la dirección militar; tomen nota, pues se trata del CC de la Guardia Nacional) “renunció demasiado pronto a sus poderes. . .”

    Marx sabía prevenir a los dirigentes contra una prematura insurrección. Pero ante el proletariado que asaltaba el cielo, adoptaba la actitud de consejero práctico, de participante en la lucha de las masas que elevan todo el movimiento a un grado superior, a pesar de las teorías falsas y los errores de Blanqui y Proudhon.

    “De cualquier manera -escribía Marx-, la insurrección de París, incluso en el caso de ser aplastada por los lobos, cerdos y viles perros de la vieja sociedad, constituye la proeza más gloriosa de nuestro Partido desde la época de la insurrección de junio”.

    Y Marx, sin ocultar al proletariado ni uno solo de los errores de la Comuna, dedicó a esta proeza una obra que hasta hoy día es la mejor guía para la lucha por el “cielo”, y el espanto más temido por los “cerdos ” liberales y radicales.

    Plejánov dedicó a diciembre una “obra” que se ha convertido casi en el Evangelio de los kadetes.

    Sí, no en vano se comparaba Plejánov con Marx.

    Kugelmann respondió a Marx, manifestándole, por lo visto, algunas dudas, haciendo alusiones a lo desesperado de la empresa, al realismo en oposición al romanticismo; en todo caso, comparaba la Comuna, la insurrección, con la manifestación pacífica del 13 de junio de 1849 en París.

    Marx inmediatamente (el 17 de abril de 1871) da una severa réplica a Kugelmann.

    “La historia universal –escribe-, sería por cierto muy fácil de hacer si la lucha sólo se aceptase con la condición de que se presentaran perspectivas infaliblemente favorables.”

    En septiembre de 1870, Marx calificaba la insurrección de locura. Pero, cuando las masas se sublevan, Marx quiere marchar con ellas, aprender al lado de ellas, en el curso de la lucha, y no darles consejos burocráticos. Marx comprende que los intentos de prever de antemano, con toda precisión, las probabilidades de éxito, no serían más que charlatanería o vacua pedantería. Pone, por encima de todo, el que la clase obrera crea la historia mundial heroicamente, abnegadamente y con iniciativa. Marx consideraba a la historia desde el punto de vista de sus creadores, sin tener la posibilidad de prever de antemano, de modo infalible, las probabilidades de éxito, y no desde el punto de vista del filisteo intelectual que viene con la moraleja de que “era fácil prever…, no se debía de haber empuñado…”

    Marx sabía apreciar también el hecho de que hay momentos en la historia en que la lucha desesperada de las masas, incluso por una causa sin perspectiva, es indispensable para los fines de la educación ulterior de estas masas y de su preparación para la lucha siguiente.

    A nuestros quasi-marxistas actuales, a los que gustan citar a Marx al tuntún, con el único fin de utilizar su apreciación del pasado y no de aprender de él a crear el futuro, les es completamente incomprensible, incluso ajena en principio, semejante manera de plantear el problema. Plejánov ni siquiera pensó en ella al emprender, después de diciembre de 1905, la tarea de “frenar…”

    Pero Marx plantea precisamente este problema, sin olvidarse en lo más mínimo de que, en septiembre de 1870, él mismo consideraba como locura la insurrección.

    “Los canallas burgueses de Versalles -escribe Marx- plantearon ante los parisienses la alternativa: aceptar el reto a la lucha o entregarse sin luchar. La desmoralización de la clase obrera en este último caso habría sido una desgracia mucho mayor que el perecimiento de cualquier número de líderes”.

    Con esto terminaremos nuestro breve esbozo sobre las enseñanzas de una política digna del proletariado, tal como nos las ofrece Marx en sus cartas a Kugelmann.

    La clase obrera de Rusia ha demostrado ya, y lo demostrará todavía más de una vez, que es capaz de “tomar el cielo por asalto”.

Antonio Gramsci

DEMOCRACIA OBRERA

(1919)

    Un problema se impone hoy con insistencia a todo socialista que tenga un sentido vivo de la responsabilidad histórica que recae sobre la clase trabajadora y sobre el partido que representa la conciencia crítica y activa de esa clase.

    ¿Cómo dominar las inmensas fuerzas sociales desencadenadas por la guerra? ¿Cómo disciplinarlas y darles una forma política que contenga en sí la virtud de desarrollarse normalmente, de integrarse continuamente hasta convertirse en armazón del estado socialista en el cual se encarnará la dictadura del proletariado? ¿Cómo soldar el presente con el porvenir, satisfaciendo las urgentes necesidades del presente y trabajando de manera útil para crear y “anticipar” el porvenir?

    Esta nota quiere ser un estímulo para pensar y obrar; quiere ser una invitación a los obreros mejores y más conscientes para que reflexionen y, cada uno en la esfera de la propia competencia y de la propia acción, colaboren a la solución del problema, haciendo convergir sobre los términos de éste la atención de los compañeros y de las asociaciones. Sólo mediante una labor común y solidaria de esclarecimiento, de persuasión y educación recíproca nacerá la acción concreta de construcción.

    El estado socialista existe ya potencialmente en las instituciones de vida social características de la clase trabajadora explotada. Unir entre sí estas instituciones, coordinarlas y subordinarlas en una jerarquía de competencias y de poderes, centralizarlas fuertemente, pero respetando las autonomías necesarias y sus articulaciones, significa crear desde ahora una verdadera democracia obrera, en contraposición eficiente y activa con el estado burgués, preparada ya desde ahora para sustituir al estado burgués en todas sus funciones esenciales de gestión y de dominio del patrimonio nacional.

    El movimiento obrero está dirigido hoy por el Partido Socialista y por la Confederación del Trabajo; pero el ejercicio del poder social del Partido y de la Confederación se lleva a cabo, para la gran masa trabajadora, indirectamente, por la fuerza del prestigio y del entusiasmo, por presión autoritaria y hasta por inercia. La esfera de prestigio del Partido se amplía diariamente, llega a estratos populares todavía inexplorados, suscita aceptación y deseo de trabajar provechosamente para la llegada del comunismo en grupos e individuos hasta ahora ausentes de la lucha política. Es necesario dar forma y disciplina permanente a estas energías desordenadas y caóticas, absorberlas, componerlas y potenciarlas, hacer de la clase proletaria y semiproletaria una sociedad organizada que se eduque, que haga una experiencia, que conquiste una conciencia responsable de los deberes que corresponden a las clases que llegan al poder del estado.

    El Partido Socialista y los sindicatos profesionales no pueden absorber toda la clase trabajadora más que a través de una labor de años y de decenas de años. Tampoco se identificarán directamente con el estado proletario; en las repúblicas comunistas continúan subsistiendo independientemente del estado, como instituciones de propulsión (el partido) o de control y de realización parcial (los sindicatos). El partido debe continuar siendo el órgano de educación del comunismo, el foco de la fe, el depositario de la doctrina, el poder supremo que armoniza y conduce a la meta las fuerzas organizadas y disciplinadas de la clase obrera y campesina. Para poder desarrollar linealmente este criterio, el partido no puede abrir de par en par las puertas a la invasión de nuevos adherentes, no habituados al ejercicio de la responsabilidad y de la disciplina.

    Pero la vida social de la clase trabajadora es rica en instituciones, se articula en múltiples actividades. Hay que desarrollar estas instituciones y estas actividades, organizarlas en conjunto, reunirlas en un sistema vasto y ágilmente articulado que absorba y discipline a toda la clase trabajadora.

    La fábrica con sus comisiones internas, los círculos socialistas, las comunidades campesinas, son los centros de vida proletaria en los que hay que trabajar directamente.

    Las comisiones internas son órganos de democracia obrera que hay que liberar de las limitaciones impuestas por los patrones, y a los que hay que infundir vida nueva y energía. Hoy las comisiones internas limitan el poder del capitalista en la fábrica y desarrollan funciones de arbitraje y disciplina. Desarrolladas y enriquecidas deberán ser mañana los órganos del poder proletario que sustituya al capitalista en todas sus funciones útiles de dirección y administración.

    Desde ahora los obreros deberían proceder a la elección de vastas asambleas de delegados, seleccionados entre los compañeros mejores y más conscientes, bajo la consigna: “Todo el poder de la fábrica a los comités de fábrica”, coordinada con esta otra: “Todo el poder del estado a los consejos obreros y campesinos”.

    Un vasto campo de propaganda concreta revolucionaria se abriría para los comunistas organizados en el partido y en los círculos de barrio. Los círculos, de acuerdo con las secciones de urbanas, deberían hacer un censo de las fuerzas obreras de la zona, y convertirse en sede del consejo de barrio de los delegados de fábrica, en el ganglio que anuda y centraliza todas las energías proletarias del barrio. Los sistemas electorales podrían variar según la importancia de las fábricas; pero habría que procurar elegir un delegado por cada quince obreros divididos por categorías (como se hace en las fábricas inglesas), llegando, por elecciones graduales, a un comité de delegados de fábrica que comprenda representantes de todo el complejo del trabajo (obreros, empleados, técnicos).

    En el comité de barrio debería tenderse a incorporar también delegados de las otras categorías de trabajadores que habitan en la zona: mozos, cocheros, tranviarios, ferroviarios, barrenderos, empleados, dependientes de comercio, etc.

    El comité de barrio debería surgir de toda la clase trabajadora habitante de barrio, como un órgano legítimo y autorizado capaz de hacer respetar una disciplina, investido con el poder, espontáneamente delegado, de ordenar el cese de inmediato e integral de todo trabajo en la zona.

    Los comités barriales se ampliarían en comisariados urbanos, controlados y disciplinados por el Partido Socialista y por los sindicatos de oficio.

    Este sistema de democracia obrera (integrado por organizaciones equivalentes de campesinos) daría forma y disciplina permanentes a las masas, sería una magnífica escuela de experiencia política y administrativa, encuadraría a las masas hasta el último hombre, habituándolas a la tenacidad y a la perseverancia, habituándolas a considerarse como un ejército en el campo de batalla que necesita una firme cohesión si no quiere ser destruido y reducido a esclavitud.

    Cada fábrica constituiría uno o más regimientos de este ejército, con sus jefes, con sus servicios de coordinación, con su oficialidad, con su estado mayor, poderes delegados por libre elección, no impuestos autoritariamente. Por medio de asambleas celebradas dentro de la fábrica, por la constante obra de propaganda y de persuasión desarrollada por los elementos más conscientes, se obtendría una trasformación radical de la psicología obrera, se prepararía y capacitaría mejor a la masa para el ejercicio del poder, se difundiría una conciencia de los deberes y derechos del compañero y del trabajador, concreta y eficaz porque habría nacido espontáneamente de la experiencia viva e histórica.

    Ya dijimos que estos rápidos apuntes sólo se proponen estimular el pensamiento y la acción. Cada aspecto del problema merecería un vasto y profundo estudio, dilucidaciones, complementos subsidiarios y coordinados. Pero la solución concreta e integral de los problemas de vida socialista sólo puede ser lograda por medio de la práctica comunista: la discusión en común, que modifica simpáticamente las conciencias unificándolas y colmándolas de activo entusiasmo. Decir la verdad, llegar juntos a la verdad, es cumplir acción comunista y revolucionaria. La fórmula “dictadura del proletariado” debe dejar de ser una mera fórmula, una ocasión para ostentar fraseología revolucionaria. El que quiera el fin, debe querer también los medios. La dictadura del proletariado es la instauración de un nuevo estado, típicamente proletario, en el que confluyen las experiencias institucionales de la clase oprimida, en el que la vida social de la clase obrera y campesina se convierte en sistema general y fuertemente organizado. Este estado no se improvisa: los comunistas bolcheviques rusos trabajaron durante ocho meses para difundir y concretar la consigna: “Todo el poder a los soviets”, y los soviets eran ya conocidos por los obreros rusos desde 1905. Los comunistas italianos deben aprovechar la experiencia rusa y economizar tiempo y trabajo: la obra de reconstrucción demandará por sí tanto tiempo y trabajo que habrá que destinarle cada día y cada acto.

Paul Mattick

Las masas y la vanguardia

(1938)

    Los cambios económicos y políticos se siguieron con desconcertante rapidez desde el fin de la guerra mundial. Las viejas concepciones del movimiento obrero se han vuelto incorrectas e inadecuadas, y las organizaciones de la clase obrera presentan un escenario de indecisión y confusión.

    En vista de la cambiante situación económica y política parece que la completa reevaluación de la tarea de la clase obrera se hace necesaria para encontrar las formas de lucha y de organización más necesarias y eficaces.

    La relación del “partido”, la “organización” o la “vanguardia” con las masas toca una gran parte de la discusión contemporánea de la clase obrera. Que la importancia e indispensabilidad de la vanguardia o del partido sea sobre-enfatizada en los círculos de la clase obrera no es sorprendente, una vez que la historia y la tradición enteras del movimiento tienden en esa dirección.

    El movimiento obrero hoy es el fruto de desarrollos económicos y políticos que encontraron su primera expresión en el movimiento cartista en Inglaterra (1838-1848), con el desarrollo subsecuente de sindicatos desde los años cincuenta en adelante, y en el movimiento lasalleano en Alemania en los años sesenta. Correspondiendo al grado de desarrollo capitalista, los sindicatos y los partidos políticos se desarrollaron en los otros países de Europa y América.

    El derrocamiento del feudalismo y las necesidades de la industria capitalista necesitaban en sí mismas el ordenamiento del proletariado y la concesión de ciertos privilegios democráticos por los capitalistas. Estos últimos habían estado reorganizando la sociedad en la línea de sus necesidades. La estructura política del feudalismo fue reemplazada por el parlamentarismo capitalista. El estado capitalista, el instrumento para la administración de los asuntos colectivos de la clase capitalista, se estableció y ajustó a las necesidades de la nueva clase.

    El molesto proletariado, cuya ayuda contra las fuerzas feudales había sido necesaria, ahora tenía que ser considerado. Una vez llamado a la acción, no podría ser completamente eliminado como factor político. Pero podría ser coordinado. Y esto se hizo -en parte conscientemente con la destreza, y en parte por la misma dinámica de la economía capitalista-, puesto que la clase obrera se ajustó y sometió al nuevo orden. Organizó uniones cuyos limitados objetivos (mejores salarios y condiciones) podrían realizarse en una economía capitalista en expansión. Jugó al juego de la política capitalista dentro del estado capitalista (las prácticas y formas de la cual estaban determinadas primordialmente por las necesidades capitalistas) y, dentro de estas limitaciones, logró éxitos aparentes.

    Pero, por eso mismo, el proletariado adoptó formas capitalistas de organización e ideologías capitalistas. Los partidos obreros, como los de los capitalistas, se convirtieron en corporaciones limitadas, las necesidades elementales de la clase se subordinaron a conveniencia política. Los objetivos revolucionarios fueron desplazados por el chalaneo y las manipulaciones para obtener posiciones políticas. El partido se volvió de total importancia, sus objetivos inmediatos sustituyeron a los de la clase. Donde las situaciones revolucionarias ponían en movimiento a la clase, cuya tendencia es luchar por la realización del objetivo revolucionario, los partidos obreros “representaban” a la clase obrera y ellos mismos eran “representados” por parlamentarios cuya misma posición en el parlamento constituía la resignación a su status de negociadores dentro de un orden capitalista cuya supremacía ya no era desafiada.

    La coordinación general de las organizaciones obreras con el capitalismo observó la adopción de la misma especialización en las actividades sindicales y partidarias que desafiaban la jerarquía de las industrias. Gerentes, superintendentes y capataces vieron sus contrapartidas en presidentes, organizadores y secretarios de las organizaciones obreras. Las juntas directivas, las comisiones ejecutivas, etc. La masa de los obreros organizados como masa de esclavos asalariados en la industria dejó el trabajo de dirección y control a sus superiores.

    Esta castración de las iniciativas obreras procedió rápidamente, mientras el capitalismo extendía su influencia. Hasta que la guerra mundial puso fin a la ulterior expansión capitalista pacífica y “ordenada”.

    Los alzamientos en Rusia, Hungría y Alemania dieron lugar a un resurgimiento de la acción y la iniciativa de las masas. Las necesidades sociales compelieron a la acción de las masas. Pero las tradiciones del viejo movimiento obrero en Europa occidental y el atraso económico de Europa oriental frustraron el cumplimiento de la misión histórica obrera. Europa occidental vio las masas derrotadas y el alzamiento del fascismo con Mussolini y Hitler, mientras la atrasada economía de Rusia desarrollaba un “comunismo” en el cual la diferenciación entre clase y vanguardia, la especialización de funciones y la regimentación del trabajo alcanzó su cota más elevada.

    El principio de dirección, la idea de la vanguardia que debe asumir la responsabilidad por la revolución proletaria, está basada en la concepción de preguerra del movimiento obrero, es erróneo y sin vigor. Las tareas de la reorganización revolucionaria y comunista de la sociedad no pueden ser realizadas sin la más amplia y plena acción de las masas mismas. Suya es la tarea y su resolución.

    El declive de la economía capitalista, la parálisis progresiva, la inestabilidad, el desempleo masivo, los recortes salariales y el empobrecimiento intensivo de los obreros -todo esto compele a la acción, a pesar del fascismo a la Hitler o del fascismo disfrazado de la F.A. of L. [American Federation of Labour].

    Las viejas organizaciones son destruidas o reducidas voluntariamente a la impotencia. La acción real sólo es posible ahora fuera de las viejas organizaciones. En Italia, Alemania y Rusia los fascismos blancos y rojos han destruido ya todas las viejas organizaciones y han situado a los obreros directamente ante el problema de encontrar nuevas formas de lucha. En Inglaterra, Francia y América las viejas organizaciones mantienen todavía un grado de ilusión entre los obreros, pero su sucesiva rendición a las fuerzas de la reacción está socavándolas rápidamente.

    Los principios de la lucha independiente, la solidaridad y el comunismo les están siendo impuestos en la lucha de clases actual. Con esta poderosa tendencia hacia la consolidación de las masas y hacia la acción de masas, la teoría de reagrupar y realinear las organizaciones militantes parece estar anticuada. El verdadero reagrupamiento es esencial, pero no puede ser una mera fusión de las organizaciones existentes. En las nuevas condiciones es necesaria una revisión de las formas de lucha. “Primero claridad – luego unidad“. Incluso los grupos pequeños, reconociendo e insistiendo en los principios del movimiento independiente de masas, son mucho más significativos que los grandes grupos que desprecian el poder de las masas.

    Hay grupos que perciben los defectos y debilidades de los partidos. A menudo proveen de sana crítica de la coalición del frente popular y de los sindicatos. Pero su crítica es limitada. Carecen de un entendimiento comprensivo de la nueva sociedad. Las tareas del proletariado no se completan con la apropiación de los medios de producción y la abolición de la propiedad privada. Las cuestiones de la reorganización social deben plantearse y contestarse. ¿Deberá rechazarse el socialismo de Estado? ¿Cuál será la base de una sociedad sin esclavitud asalariada? ¿Qué determinará las relaciones económicas entre las fábricas? ¿Qué determinará las relaciones entre los productores y su producto total?

    Estas preguntas y sus respuestas son esenciales para un entendimiento de las formas de lucha y de organización hoy. Aquí el conflicto entre el principio de dirección y el principio de la acción independiente de las masas se vuelve aparente. Pues, un entendimiento completo de estas cuestiones lleva a la conclusión de que la actividad más amplia, omnímoda, directa del proletariado como clase, es necesaria para realizar el comunismo.

    La abolición del sistema salarial es de importancia primordial. La voluntad y los buenos deseos de los hombres no son lo bastante potentes para retener este sistema después de la revolución (como en Rusia) sin rendirse eventualmente a la dinámica engendrada por él. No es suficiente apropiarse de los medios de producción y abolir la propiedad privada. Es necesario abolir la condición básica de la explotación moderna, la esclavitud asalariada, y ese acto acarrea las medidas subsiguientes de reorganización que nunca serían invocadas sin el primer paso. Los grupos que no se plantean estas cuestiones, no importa cómo de justa sea su crítica por otra parte, carecen de los elementos más importantes en la formación de una política revolucionaria segura. La abolición del sistema de los salarios debe ser cuidadosamente investigada en su relación con la política y la economía. Nosotros tomaremos aquí algunas de las implicaciones políticas.

    Primero está la cuestión de la toma del poder por los obreros. Debe ponerse el acento en el principio de la detentación del poder por las masas (no por el partido o la vanguardia). El comunismo no puede ser introducido ni realizado por un partido. Sólo el proletariado como un todo puede hacerlo. El comunismo significa que los obreros han tomado su destino en sus propias manos; que han abolido los salarios; que han combinado, con la supresión del aparato burocrático, el poder legislativo y el ejecutivo. La unidad de los obreros no descansa en sacrosanta fusión de los partidos o los sindicatos, sino en la similitud de sus necesidades y en la expresión de las necesidades en la acción de masas. Todos los problemas de los obreros deben, por consiguiente, verse en relación a la auto-actividad en desarrollo de las masas.

    Decir que el espíritu no combativo de los partidos políticos es debido a la malicia o al reformismo de los dirigentes es equivocado. Los partidos políticos son impotentes. No harán nada, porque no pueden hacer nada. Debido a su debilidad económica, el capitalismo se ha organizado para la supresión y el terror, y en el presente es políticamente muy fuerte, pues está forzado a ejercer todos sus esfuerzos para mantenerse. La acumulación de capital, enorme a lo largo del mundo, ha mermado el rendimiento de los beneficios -un hecho que, en las políticas exteriores, se manifiesta a través de las contradicciones entre las naciones; y en las políticas interiores, a través de la “devaluación” y de la concurrente expropiación parcial de la clase media y el descenso del nivel de subsistencia de los obreros; y en general por la centralización del poder de las grandes unidades de capital en manos del Estado. Contra este poder centralizado los pequeños movimientos no pueden nada.

    Únicamente las masas pueden combatirlo, pues sólo ellas pueden destruir el poder del Estado y llegar a ser una fuerza política. Por esa razón la lucha basada en las organizaciones de oficio se vuelve objetivamente obsoleta, y los enormes movimientos de masas, sin la restricción de las limitaciones de tales organizaciones, deben necesariamente reemplazarlas.

    Así es la nueva situación a la que se enfrentan los obreros. Pero de ella sobresale una debilidad. Desde que el viejo método de lucha por medio de las elecciones y de la limitada actividad del sindicato se ha vuelto bastante fútil, se ha desarrollado instintivamente un nuevo método, es cierto, pero ese método no ha sido todavía aplicado conscientemente, y, por consiguiente, tampoco de modo eficaz. Donde sus partidos y sindicatos son impotentes, las masas empiezan ya a expresar su militancia a través de las huelgas salvajes. En América, Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda, España, Polonia, las huelgas salvajes se desarrollan, y a través de ellas las masas demuestran ampliamente que sus viejas organizaciones ya son adecuadas para la lucha. Las huelgas salvajes no son, sin embargo, desorganizadas, como el nombre implica. Son denunciadas como tales por los burócratas sindicales, porque son huelgas formadas fuera de las organizaciones oficiales. Los huelguistas mismos organizan la huelga, pues es una vieja verdad que como una masa organizada pueden los obreros luchar y triunfar. Forman líneas de piquete, preparadas para la repulsión de los rompehuelgas, organizan el fondo de ayuda para la huelga, crean relaciones con otras fábricas… En una palabra, ellos mismos asumen la dirección de su propia huelga, y lo organizan sobre una base de fábrica.

    Es en estos mismos movimientos donde los huelguistas encuentran su unidad de lucha. Es entonces cuando toman su destino en sus propias manos y unen “el poder legislativo y el ejecutivo” eliminando sindicatos y partidos, como lo ilustran varias huelgas en Bélgica y Holanda.

    Pero la acción independiente de la clase es todavía débil. Que los huelguistas, en lugar de continuar su acción independiente hacia la ampliación de su movimiento, llamen a los sindicatos a unírseles, es una indicación de que bajo las condiciones existentes su movimiento no puede hacerse mayor, y por esa razón no puede todavía convertirse en una fuerza política capaz de combatir al capital concentrado. Pero es un principio.

    Ocasionalmente, no obstante, la lucha independiente da un gran salto adelante, como en las huelgas de los mineros asturianos en 1934, los mineros de Bélgica en 1935, las huelgas en Francia, Bélgica y América en 1936, y la revolución catalana en 1936. Estas explosiones son la evidencia de que una nueva fuerza social está surgiendo entre los obreros, está descubriendo la dirección de los obreros, está sujetando las instituciones sociales a las masas, y ya está en marcha.

    Las huelgas ya no son meras interrupciones en la obtención de beneficios o simples perturbaciones económicas. La huelga independiente deriva su significación de la acción de los obreros como una clase organizada. Con un sistema de comités de fábrica y consejos obreros que se extiende sobre amplias áreas, el proletariado crea los órganos que regulan la producción, la distribución, y todas las demás funciones de la vida social. En otras palabras, el aparato administrativo civil es privado de todo poder, y se establece la dictadura proletaria. Así, la organización de clase en la misma lucha por el poder es, al mismo tiempo, la organización, el control y la gestión de las fuerzas productivas de la sociedad entera. Es la base de la asociación de productores-consumidores libres e iguales. Éste, entonces, es el peligro que el movimiento independiente de clase presenta a la sociedad capitalista. Las huelgas salvajes, aunque aparentemente de poca importancia tanto a pequeña como a gran escala, son comunismo embrionario. Una pequeña huelga salvaje, dirigida como es por los obreros y según el interés de los obreros, ilustra a pequeña escala el carácter del futuro poder proletario.

    Un reagrupamiento de militantes debe ponerse en acción por el conocimiento de que las condiciones de lucha lo hacen necesario para unir los “poderes legislativo y ejecutivo” en manos de los obreros de fábrica. Ellos no deben comprometerse en esta posición: todo el poder para los comités de acción y los consejos obreros. Éste es el frente de clase. Éste es el camino al comunismo. Hacer a los obreros conscientes de la unidad de las formas organizativas de la lucha, de la dictadura de la clase, y de la estructura económica del comunismo, con su abolición de los salarios; ésta es la tarea de los militantes.

    Los militantes que se llaman a sí mismos “vanguardia” tienen hoy la misma debilidad que caracteriza a las masas en el presente. Creen todavía que los sindicatos o que este o aquel partido debe dirigir la lucha de la clase, aunque con métodos revolucionarios. Pero, si es cierto que las luchas decisivas están acercándose, no es suficiente manifestar que los jefes obreros son traidores. Es necesario, sobre todo en la actualidad, formular un plan para la formación del frente de clase y de las formas de sus organizaciones. Con este fin, el mando de los partidos y los sindicatos debe ser combatido incondicionalmente. Éste es el punto crucial en la lucha por el poder.

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